El Juicio
Los cuatro jinetes del Apocalipsis recibieron al último superviviente de la raza humana, un anciano de edad confusa debido a las profundas cicatrices incorpóreas que su alma acarreaba. La dura lucha por la supervivencia había madurado y endurecido su corazón, hasta convertirlo en una sólida urna de color carmesí.
Nació en un ambiente hostil, en una época en que la supremacía de su raza, no era más que un mal recuerdo para el resto de las especies que ahora, en equilibrio absoluto, dominaban el planeta.
El último de los seres humanos ascendió los ocho grandes escalones con paso cansado y torpe, rodeado por los cuatro tenebrosos caballeros ataviados con extensas capas negras, mantos azabaches que arrastraban sus colas como tocados de novias en el día de su boda. A no ser por el báculo que cada uno llevaba, rojo-sangre el de Guerra, verde-gris el de Peste, marrón-seco el de Hambre y blanco-pálido el de Muerte, resultaba imposible el diferenciarlos entre sí.
Una vez arriba, enfrentaron dos grandes puertas de bronce, tan altas como montañas y tan gruesas como mares, recias como el más fuerte y arraigado de los árboles. A indicación de una de las cadavéricas extremidades de Muerte, el hombre agarró una aldaba con ambas manos y golpeó con fuerza. Fueron dos golpes huecos, sordos pero que reverberaron por la superficie de la construcción como ondas de agua golpeadas por una piedra. Las puertas se abrieron con un quedo crujido, lanzando al exterior una cortina de aire caliente que revolvió las ropas de los cinco visitantes. Cruzaron el umbral, avanzando en mitad de la penumbra que dominaba la sala, recibidos por una atmósfera sofocante.
Tal era el hogar de Justicia y Venganza, los hermanos bicéfalos. Quien mejor para juzgar a la raza humana que aquellos en cuyo nombre, a lo largo de tantos siglos, se habían cometido todo tipo de tropelías. La venganza, a la que tan dados eran los hombres, fáciles de perpetrar y de enmascarar bajo un falso velo de justicia.
Existían infinidad de jueces pero todos se habían mostrado contrarios a encargarse del caso. Les hastiaba sobremanera la raza humana. Pasión se negaba siquiera a acercarse a ellos mientras que Paz y Esperanza estaban hartos de desengaños y desilusiones. Amor, sencillamente, los odiaba demasiado como para mostrarse imparcial. El resto de los magistrados no pensaban de manera muy distinta, ocultando todos, un profundo sentimiento de rencor.