Al fin, el caso les fue encomendado a Justicia y Venganza, férreos, disciplinados y equilibrados; las ansias de Venganza se verían mermadas por la necesidad de dictar sentencia de Justicia.
Así, uno a uno, le fueron leídos los cargos: guerras, hambrunas, esclavitud. Venganza no escatimó en detalles para describir lo que consideraba la obra de la raza humana, un legado de dolor y sufrimiento tan solo menguado por su propia desaparición.
—Es más —decía con una voz que resonaba como un millar de torbellinos—, vuestra mezquindad es tan vil que, ahora, cara a cara, enfrentados a vosotros mismos, sois incapaces de reconocerla.
—Como último miembro de la raza humana —tomó Justicia la palabra— puedes defenderte ahora de los cargos de que se os imputan. Habla o condena a tu especie al olvido eterno pues esta es la pena a la que os enfrentáis.
El hombre, de aspecto delgado y enfermizo, de rostro ojeroso y ojos apagados, mediante un leve gesto con la boca, hizo un ademán de decir algo.
—Adelante —le ordenó Venganza cansado de soportar la apatía del acusado.
De repente, un absoluto silencio se adueñó de la sala, un silencio como el de una tumba, tan solo roto por el crepitar de las llamas que habitaban en las antorchas de las paredes de piedra negra. La figura del hombre pareció empequeñecer, aplastado por la magnitud de los crímenes cometidos por su especie a lo largo de toda su historia, como una brizna de hierba enfrentada a un huracán.
Alzó la cabeza hacia el estrado, con lentitud, con esfuerzo. Su mirada expresaba abandono, soledad.
—Estoy tan cansado.
Sus palabras sonaron vanas, vacías y sin sentido, al igual que lo fueran los esfuerzos de muchos por avanzar, por aprender, por ayudar o por enseñar. El monstruo humano, por fin enseñaba sus colmillos, devorándose a sí mismo, destruyendo todas las virtudes por las que unos pocos lucharan antaño.
Los magistrados dictaron entonces sentencia. Uno a uno, todos se mostraron implacables.
—¡Culpables!