La jornada
El descanso se termina con el despertar, heraldo del día venidero. Las sábanas se pegan como los brazos de un amante egoísta. Un café despierta mi conciencia mientras sueño con la condensación producida por el vapor del agua caliente en el cristal del baño.
Al salir, un atisbo del amanecer todavía envuelto en tinieblas, origina un breve sentimiento de pereza junto al deseo de una jornada que transcurra sin sobresaltos, rápida y amena.
Recojo el equipo diario, las armas del soldado que nos acompañan en el presente, un cúmulo de objetos a cual más artificial a los que permanecemos unidos como un náufrago al salvavidas.
El viaje, siempre distinto, más largo a veces, menos pesado en ocasiones pero siempre distinto, se pierde entre las páginas de un libro, las notas musicales que viven en el mp3 o en cien pensamientos que se atropellan bajo los ojos cerrados que juegan a dormir.
Una vez alcanzado el destino, comienza el baile de máscaras, con su acostumbrada coreografía camuflada bajo un sinfín de estrategias banales y movimientos de inocente apariencia y controvertida finalidad; de generales sin galones, con obligaciones no entendidas y responsabilidades mal adquiridas, de un ir y venir de ideas y situaciones, de encuentros y desencuentros; una sonrisa fingida aquí, una menos forzada allí.
Por fin, llega el momento de romper la placenta que forma la totalidad de la jornada, que nos permitirá nacer de nuevo, sentirnos libres para poder regresar a nuestros quehaceres, para despojarnos de las vestiduras de la hipocresía que atenazan a nuestro yo interior.
Como el soldado en la trinchera, a cubierto del fuego enemigo, recargamos la mente y volvemos a los brazos del mismo amante egoísta del que nos separamos en la mañana, preparándonos para desenvainar de nuevo las armas del hoy presente que nos toca vivir.
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