Es cierto que algo de esto ocurre con determinados perfiles de objetos cuando un gas circula a alta velocidad (las alas de un avión), pero este no es ni mucho menos el caso.
Otras aproximaciones derivarían del hecho de la buena conductividad térmica de los metales. De algún modo el gas húmedo (dióxido de carbono + agua) que asciende cede parte de su energía al metal condensándose el agua en microgotitas que redisuelven y arrastran el gas de nuevo al líquido de la botella. Esto tendría algún sentido si la temperatura de la cucharilla fuese del orden de varias decenas de grados Celsius bajo cero, lo que tampoco es el caso.
LA REALIDAD CIENTÍFICA
La ciencia es muy tozuda y tiende a poner las cosas en su sitio. Desde 1803, en que William Henry formuló la ley que lleva su nombre sabemos que la concentración de un gas en un líquido es directamente proporcional a la presión existente.
Así, podemos obligar al dióxido de carbono a estar en altas concentraciones en un líquido si la presión es alta. Esto es lo que ocurre dentro de la botella de champagne donde la presión puede llegar a ser unas 6 veces la presión atmosférica.
Por ello debe ser cerrada con un tapón especial ayudado por un alambre para evitar que se abra incontroladamente.
Por cierto, los buceadores cuando llevan varios minutos a varias decenas de metros de profundidad (alta presión), presentan una alta concentración de gases disueltos en su sangre. Si ascienden rápidamente, la disminución de la presión sobre ellos hace que esos gases intenten “salir” del líquido - la sangre - formando burbujas que pueden causar embolias incluso mortales.
Por tanto, cuando abrimos una botella con gas la presión interior disminuye bruscamente hasta igualarse a la presión exterior, y la concentración de dióxido de carbono decae dramáticamente, dependiendo su valor de la temperatura como antes fue indicado en la Tabla 1.
Pero en ciencia, además del cuerpo teórico o conceptual, la experimentación juega un papel determinante.