— ¡Ya déjate de molestar! Te voy a acusar con mi papá y ya sabís que tiene mal genio.
—No importa, m’ijita linda. Pa’ qué le vamos a contar.
La cogió de sus pechos y, muy juguetón, la apretaba contra sí; la muchacha seguía protestando, pero parece que la travesura realmente le gustaba, pues cerró los ojos y ya no manoteaba.
Me aburrí y volví a esperar las tórtolas, pero la presencia de los dos y su parloteo espantaron a los pájaros.
Minutos después, muy cerca entre las retamas, escuché de nuevo el reclamo de ella y el muchacho tratando de acallarla; el fuerte quejido de la mujer me hizo apartar las ramas.
Analicé la situación y llegué a la conclusión que Ofelia había sufrido un ataque, porque estaba de espaldas sobre el pasto y se movía quejándose más fuerte.
Sobre ella Floridor estaba tratando de reanimarla, le deba respiración boca a boca. Lo curioso es que tenía los pantalones abajo y se movía; por cada movimiento ambos suspiraban hasta que con unos pequeños gritos ella se mejoró claramente. Ambos, cansados, quedaron echados de espaldas.
—Oye Floridor, y si quedo enferma… ¿Vai a responder, oh?
—No se preocupe mi “prienda”, pa’ eso soy hombre.
Me fastidié y me fui en silencio, a nadie conté este extraño desmayo de la Ofelia. Con mis padres nos fuimos de nuevo a la ciudad y pasaron varios meses; llegó una invitación del campo para asistir a un casamiento.
Mucha gente en la pequeña iglesia; arribaban en automóvil, a caballo o a pie. Vi como llegó el Floridor, elegante aunque no tenía cara de ser muy feliz, vaya uno a saber por qué.
Al lado suyo y muy apegadito iba el papá de Ofelia, un viejo muy iracundo, la gente le temía; llevaba un paquete largo envuelto en un paño que parecía molestar al joven y, cada vez que se detenía, el viejo le clavaba la espalda.
El curita, un sacerdote gordito, miró con sospechas el mentado paquete, pero en eso llegó la Ofelia con su panza muy levantada. Fue grave la enfermedad, pensé, para que se le hinchara tanto su estómago.