—Señor Carrados… —la voz impostada del Prefecto, muy viejo para el cargo, pretendía asustar al joven Inspector—, fácil es entender por qué lo llamé a mi oficina. Necesito que investigue la carnicería que está ocurriendo entre los bandidos, pero hay un pero… usted hará este trabajo, junto a su ayudante y en secreto. Ya tengo al Comisario Gonzaga y su equipo oficialmente encargado de las indagaciones.
La mirada interrogante del hábil policía, que no pestañeaba ante la fuerte mirada de su Jefe, hizo que éste continuara malhumorado al no lograr el propósito de inquietar a Carrados a quien consideraba insolente con la superioridad; pero no lo increpaba abiertamente, pues era conocedor de su buena fama y respeto que le tenían el resto de sus colegas. —Señor, no comprendo para qué dos equipos de invest…
—Mire, señor Carrados, usted se limita a obedecer mis órdenes y estas son las que le dije. El señor Director General lo designa, a través de mí, para que vea qué hay detrás de esto. Él ordena, yo obedezco.
El viejo Prefecto se levantó de su cómodo sillón y caminó por al lado del inteligente Detective que permanecía de pie. Con un “¡Jum Jum!”, el hombre se pasó la mano por su cara y se detuvo frente a la ventana.
—Mire, no sé qué le encuentra a usted el resto de la jefatura; francamente lo considero igual o peor que los otros funcionarios. Pero… ¡Qué diablos! —decidido se volteó y miró a Carrados—. Según la Dirección Institucional este trabajo es para alguien tan “extraordinario” como usted.
El sarcasmo no hizo mella en el impertérrito rostro del joven. Era un fiel representante de un maniquí que no mostraba sentimiento alguno.
—Espero que de esta conversación no salga nada de aquí, su ayudante debe saber lo mismo que usted; su función será absolutamente confidencial. Únicamente a mí me dará cuenta de los resultados, ni Gonzaga, ni otro Jefe puede saber que usted está en este trabajo secreto. El punto radica en que sospechamos que puede haber funcionarios policiales o de las fuerzas armadas, matando a delincuentes con toda clase de armas silenciosas. No, no me refiero a silenciadores en armas de fuego; más bien armas blancas, cuchillos, incluidos los conocidos rifles de aire comprimido. Nunca se ha escuchado una detonación, a la que son tan aficionados los “choros” de la capital.
—En buenas cuentas, señor, ¿usted me está hablando de una especie de “Escuadrón de la Muerte” en nuestras filas o entre los militares?
—Es todo lo que puedo decirle —interrumpió descortésmente el Jefe—; ahora usted verá cómo se las arregla para investigar y… dejar conforme a la alta superioridad. Hasta luego.