Por Fobio


Las relativas bondades
de un buen piropo
Los primeros rayos del resplandeciente sol veraniego, iluminaban con dorada generosidad, en forma casi horizontal, la calma chicha de la superficie del Río Luján y el pequeño muelle enclenque de madera raída, sobre cuyo borde se hallaban sentados don Cecilio y su nieto Arnaldo, con los pies colgando, cruzados muy cerca del agua parda. Era temprano por la mañana y a don Cecilio se le hacía cada vez más difícil conseguir que su nieto lo acompañara en sus modestas excursiones de pesca. El muchacho estaba creciendo demasiado rápido y sus intereses iban cambiando con la misma prontitud.
Sólo dos o tres años antes, al chico lo llenaba de felicidad que su abuelo lo eligiera en esas escapadas como compañero, para compartir tiempo juntos, y como discípulo, para enseñarle todo lo que sabía sobre la pesca de río, cada vez más escasa y con menos pique, pero que les proporcionaba una excelente excusa para mantener largas charlas que estrechaban el vínculo afectivo entre ambos.
El caso era que ahora su nieto ya no disfrutaba de los madrugones y se había vuelto malhumorado y taciturno. Apenas si escuchaba los consejos sobre pesca de su abuelo y algunas veces se sentaba a su lado, ceñudo, sólo a contemplar el suave movimiento de la corriente río abajo, dejando su caña a un costado. Don Cecilio sabía muy bien que tarde o temprano, el muchacho entraría en esa difícil etapa de la pubertad, donde todo es cambio, confusión y turbulencia.