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50Pág.Sur-Realidades Las relativas bondades de un buen piropo

 

Además, sospechaba que la causa de sus variables estados de ánimo, con la prevalencia de una hosquedad casi crónica, se debía a alguna muchacha que había flechado su inexperto corazón, que no era correspondido en sus amorosos sentimientos. Con cierta preocupación, miró a su nieto de reojo y vio que estaba abstraído profundamente en sus cavilaciones, adusto y trompudo. Sintió lástima, pero entendía que era muy poco lo que él podía hacer para morigerar su estado. Eso era algo por lo que todos tenían que pasar en el duro proceso de crecer.

Sin embargo, don Cecilio no era hombre de claudicar sin que siquiera mediase un buen intento. Rebuscó en los bolsillos de su campera, hasta que encontró el destartalado envoltorio de las pastillas de menta. En silencio, tocó el codo de su nieto y cuando éste, ligeramente sobresaltado, giró la cabeza en su dirección, le ofreció una, que el chico aceptó de buena gana.
   —¿No pescás hoy, Arnaldo? —Le preguntó casualmente.
   —No abuelo, no tengo ganas —Le respondió su nieto, sin poder ocultar su abulia.
   —¿Querés charlar? —Ofreció entonces Cecilio con naturalidad, luego de unos instantes.
   —¿Y..., de qué...? —preguntó Arnaldo con tono escéptico.
   —Qué sé yo..., de lo que quieras..., cualquier cosa... Pero si vos no querés hablar, entonces tal vez quieras escuchar una historia que tengo para contarte.
   —¿¡Un cuento...!?
   —No, muchacho, no. Sé que ya no estás para cuentos de hadas. Pensaba que te podría interesar saber el trabajo que me costó conquistar a tu abuela, hace ya muchos años, cuando no era mucho más grande de lo que vos sos ahora...
Luego de un instante que le llevó asimilar este ofrecimiento, Arnaldo, con una diferente actitud, media sonrisa en el rostro y picado por la curiosidad, le dijo:
   —Bueno..., dále...
   —Muy bien. En esos tiempos yo hacía poco que había llegado con mi familia al pueblo. Veníamos del interior, donde escaseaba mucho el trabajo. Había terminado la escuela primaria y tenía que ayudar, por ser varón y uno de los mayores, al mantenimiento de la casa.
El único empleo que pude conseguir más o menos rápido fue como ayudante en una obra en construcción. Allí, desde el primer piso, todos las mañanas veía pasar a una chica hermosa, vestida con un jumper, medias tres cuartos y zapatos impecables, que tenía unas gruesas trenzas negras que le llegaban casi hasta la cintura, y siempre llevaba libros en sus brazos.
Con el correr de los días, a esa hora, yo esperaba con ganas verla aparecer por la esquina, y muchas veces, dejaba lo que estuviera haciendo hasta que ella se perdía de vista calle abajo, por lo que a menudo me ligaba unos retos del capataz.
   —¿Y no tratabas de hablarle, abuelo?