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51Pág.Sur-Realidades Las relativas bondades de un buen piropo

 

   —Justo a eso iba, Arnaldo. Como no me animaba a pararla en la vereda, ni tampoco sabía muy bien que decirle, decidí entonces regalarle un piropo cada vez que pasara, para que se fijara en mí. La primera vez, estuve ensayando una buena media hora antes de su aparición por la obra y recuerdo muy clarito que me asomé y le dije, con la mejor de mis sonrisas: “Adiós corazón de arroz, cuando la veo me da la tos”. Se detuvo un instante, por la sorpresa, pero ni me miró y, ruborizada, se alejó caminando más ligero. Al día siguiente, obstinado, probé con este otro: “Por favor, camine por la sombra, porque los bombones como usted pueden derretirse al sol”. Esta vez ni siquiera titubeó, como si lo hubiese estado esperando, y siguió caminando como si nada. La tercera vez, busqué uno que tuviera probada eficacia y le dije: “En el cielo deben haber dejado alguna puertita abierta, porque se les ha escapado el angelito más lindo”. Y todavía nada. Yo sólo esperaba de ella una mirada o una sonrisa que me indicaran que le gustaban los piropos que le dedicaba, pero era en vano.
   —Y entonces...,  ¿qué pasó? —preguntó su nieto, ahora cautivado por la intriga.
   —Una tarde, alarmado, llegué a pensar que si se cansaba de escucharme, quizás eligiera otro camino y nunca más la volvería a ver. Pero siguió pasando por allí, siempre altiva e ignorándome como si no existiera. Uno de mis compañeros, no paraba de aconsejarme que debía usar algún piropo más directo, para decírselo frente a frente en la vereda, cuando ella pasara. Como todo lo anterior no había dado ningún resultado, decidí hacerle caso. Al otro día, esperándola recostado contra el marco de la puerta, cuando ella pasó, esplendorosa, mirando fijamente hacia adelante, le dije con todo mi corazón: “Por favor muñeca, dígame como se llama para pedírsela a los Reyes”.
   —¿Y ese sí funcionó...? —preguntó ansioso su nieto.
   —Bueno... sí y no, porque esta vez sí me miró, pero con furia, y sin decirme nada me pegó un tremendo sopapo que me dio vuelta la cara.
   —Pero entonces, abuelo..., ¿cómo fue que después se hicieron novios y al final se casaron?
   —Ni siquiera yo lo tengo muy claro Arnaldo, pero supongo que después de ver cómo me había dejado el costado de la cara, hinchado y amoratado, como así también mi aspecto miserable y lastimoso, se enterneció un poco. Entonces accedió, aunque a regañadientes, tal vez un poco arrepentida de su dureza, a que la invitara a tomar un helado a la sombra de las magnolias en la plaza principal.


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