En ese instante, una brisa de aire tibio, que le recordó a los veranos calientes que ya habían pasado, consumió al instante la antorcha. Hermes, en plena oscuridad, se apoyo sobre el ave de fuego grabada en la pared. Lo que ocurrió después, ni él mismo se lo olvidará jamás.
Lo que parecía un camino hacia alguna parte, terminó bruscamente en una pared. El pasillo era un callejón sin salida. Paredes de piedra y nada más, salvo por un grabado en bajo relieve sobre la pared que cerraba el paso.
Un ave de fuego, igual a la que estaba bordada en su tabardo. Intrigado, lo toco con su mano libre.
El grabado se encendió, se prendió fuego. Intensas llamas rojas, lo envolvieron, haciendo que entrara en pánico. Golpeándose contra las paredes, se alejó del grabado cayendo al piso. Pero ya no había llamarada alguna que lo cubriera. Estaba intacto, sin un rasguño, sin una quemadura. Asustado y sorprendido se palpo el cuerpo y el tabardo de lana que lo cubría, todo parecía estar en perfecto estado. Estiro un brazo para apoyarse en las paredes del pasillo para incorporarse, pero ya no estaban. Tanteo el piso. Este había cambiado, la piedra era distinta.
Hacía frío, la temperatura había descendido abruptamente. No entendía que había pasado. El espacio era mucho mayor. Intrigado comenzó a incorporarse, tratando de percibir algo en la penumbra del lugar.
Entonces una voz lo puso en guardia, desenvaino la espada corta sin pensar.
—“Ignis Clâritâs!” (2), se escuchó desde la penumbra.
Y el espacio se lleno de luz ámbar proveniente de lo que parecían ser cristales en las paredes. El lugar tenía forma de un gran círculo rodeado de voluminosas columnas irregulares de piedra y muchos símbolos rúnicos grabados sobre el piso. Entre las columnas, varias arcadas se levantaban, dando forma a pasillos aún oscuros, salvo una; donde se encontraba esta dama ataviada con armadura, espada en mano.
-“Lo estaba esperando, Dominus” (3), —agregó cuando Hermes la encontró.
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