Las actividades designadas para el domingo estaban bastante supeditadas al tiempo meteorológico. Con buen tiempo, se iban por la mañana a una casita de fin de semana, heredada por Gauna de sus padres, que no se hallaba muy lejos, en la zona rural a las afueras de la ciudad.
Allí, él preparaba sin apuro un asado que luego comían casi en silencio, dormía una buena siesta alentada por el vino y finalmente tomaba unos mates con facturas, confortablemente sentado en una reposera bajo la sombra del enorme nogal, estirando lo más posible el momento de la partida. Pero a la hora del crepúsculo, debía iniciarse la vuelta a casa.
Uno debía prepararse, siempre decía, aunque nunca fue muy claro en qué sentido, para enfrentar el inicio de un nuevo ciclo de rutina semanal.
En caso de mal tiempo, el plan de contingencia era permanecer en la casa, alternando períodos de sueño con muchas películas de acción. Las de amor, a Gauna realmente no le gustaban, salvo que le tocara alguna en suerte un viernes por la noche, inevitable día de cine.
La celebración de las fiestas de fin de diciembre no escapaba a un calco sin variantes año tras año. Siempre de la misma forma, con el mismo grupito familiar que incluía a la tía Vicenta, y casi los mismos presentes insulsos que se intercambiaban a medianoche, antes de irse a dormir. Porque así eran las fiestas, y así debían festejarse, sin locas alteraciones improcedentes.
La vacaciones veraniegas, en cambio, eran la única oportunidad en que, trasponiendo las fronteras de su ciudad, Gauna osaba manejar sobre una ruta por varias horas (su mujer nunca había aprendido a conducir, pues Rodolfo había sentenciado, largo tiempo atrás, que las mujeres no tenían cabeza, habilidad ni templanza para ello).
Siempre elegían la costa atlántica, y la misma playa de la misma modesta ciudad, con el amplio panorama del océano y la brisa fresca del mar. La montaña era aburrida, decía él. Puro pasto verde y árboles, que ya veía repetidamente en la casita de los domingos, durante el resto del año.
Nunca veraneaban una quincena completa, principalmente por dos motivos. Primero, era renuente a hacer lo que casi todos hacían, en el misma fecha en que los demás lo hacían, y le disgustaba sufrir las inconveniencias del nutrido tráfico en la ruta.