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43 Pág. Sur-realidades Gauna, el previsible

 

Segundo, porque de ocho a diez días era la cantidad perfecta de tiempo. Y cumplían con el doble objetivo de cortar saludablemente con la rutina hogareña, pero sin llegar tampoco al punto de extrañarla.

Y cada jornada de esas vacaciones, salvo la rara ocurrencia de mal tiempo, era idéntica a las demás. Se levantaban a media mañana. Desayunaban frugalmente, mirando por fuerza del hábito las noticias por televisión con el sonido apenas audible. Iban hacia la playa con sillas plegables y una enorme sombrilla, para evitar el contacto directo con el sol, por todo aquello que se decía respecto del daño que causaban sus rayos, sin filtrar por el enorme agujero en la capa de ozono, y rara vez se metían en las frías aguas del mar.

Allí permanecían hasta pasado el mediodía, cuando recogían todo y se encaminaban de vuelta al departamento a preparar algo rápido y sencillo para almorzar. Dormían la siesta, y más tarde, perezosamente, bajaban nuevamente hasta la costa con los mismos bártulos y el equipo matero.

Cuando promediaba esa segunda visita diaria a la playa era cuando se producía el cuasi milagro. Gauna le hacía señas al vendedor ambulante de tortas fritas, comprando y pagando en efectivo, sin regatear el precio, dos de las más grandotas en la canasta. Una para él y otra para su esposa, para acompañar el mate.

Pocas palabras que no fuesen estrictamente necesarias eran intercambiadas entre el matrimonio. Ambos se distraían leyendo alguna que otra vieja revista de entretenimiento farandulero (nunca una nueva, porque los chismes eran siempre los mismos, nada más que reciclados), dormitando, o contemplando el mar, absortos en sus pensamientos.

Al caer el sol, emprendían una retirada un poco más estoica que la primera, dejando atrás, porque el tiempo era tirano, la maravillosa vista del sol agonizante sobre la playa.

Se duchaban, preparaban algo para la cena y se cambiaban para el ritual paseo nocturno por el concurrido centro comercial, a efectos de recorrer las mismas calles, pararse ante las mismas vidrieras e ir a sentarse en el mismo banco de la plaza, debajo de la gran magnolia, mientras degustaban un pequeño helado, que cada noche era invariablemente de los mismos sabores para ambos.

Entretanto, veían pasar los autos y las gentes en sereno y complaciente silencio.