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44 Pág. Sur-realidades Gauna, el previsible

 

Nadie hubiese podido predecir que en ese último, peculiar verano, el fin de Gauna iba a estar signado por algo tan mundano y vulgar como una aceituna. Eso sí, una de esas grandotas y negras.

Tampoco nadie pudo prever, ni remotamente, el terrible descuido del cocinero de las berlinesas (o bolas de fraile, popular denominación que a Gauna no le agradaba para nada utilizar), quien mientras preparaba laboriosamente la masa, comía con sumo placer esas deliciosas kalamatas, escupiendo los huesudos carozos en un pequeño cuenco demasiado próximo a sus movedizas manos enharinadas.

Pero ese día, varias cosas extrañas pasarían. Fueron hechos completamente fuera de lugar, que hilvanados luego, después del funeral, dieron lugar al surgimiento de la idea de que Gauna sabía, o al menos intuía, lo que estaba por suceder. Por la mañana, al levantarse, besó cariñosamente a su esposa en la frente.

Al mediodía, después de la playa, insistió, ante la mirada atónita de su compañera, en saltear el rutinario almuerzo del departamento, para ir a comer mariscos a una terraza de rocas, en un farallón sobre el mar de un coqueto nuevo restaurante de moda.

Y por la tarde, durante el mate, ignoró el pregón familiar del vendedor de tortas fritas, para inclinarse por el de las berlinesas, más caras, pero también más esponjosas, dulces y tentadoras.

En el primer bocado, que su mujer asegura dio con cara de absoluta resignación en vez de de placer, Gauna se atragantó con un enorme carozo de aceituna sin que nadie, absolutamente nadie a su alrededor, tuviese la presencia de ánimo o los conocimientos necesarios como para administrarle la simple pero eficaz maniobra de Heimlich.

 


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