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69 Pág. Escritores Fobio

 

Para colmo el Capitán Spencer, quien se hallaba momentáneamente detenido en uno de los calabozos de la famosa torre de Londres, se había negado repetidamente a hablar del asunto con cualquiera que no fuese Sir Robert Price, su abogado defensor. Nadie había podido escuchar su versión sobre los hechos y las especulaciones entre la ansiosa población corrían rampantes. Inexorablemente, la diaria rutina de todos siguió su curso. Los rumores apenas si se acallaron un poco con el transcurrir de los días. Pero la fecha fijada para la audiencia, 23 de Septiembre, finalmente llegó y el modesto edificio de la corte londinense se hallaba totalmente abarrotado de curiosos espectadores. Los menos afortunados que llegaron un poco más tarde, deberían seguir el curso del enjuiciamiento desde los pasillos y la calle, adonde algunas personas dispuestas para ese fin, informarían desde dentro del recinto las novedades más importantes a medida que se fuesen produciendo.

En medio de un respetuoso silencio y con los presentes de pie, el panel de tres jueces, imponentes con sus blancas pelucas y sus negras togas hizo su entrada a la sala. Después de tomar asiento detrás del elevado banco desde donde presidirían las acciones, el miembro del trío que parecía de mayor edad, sentado en el medio, golpeó repetidamente su mallete para llamar la atención de los presentes, mientras carraspeaba ligeramente para dirigirles la palabra. Con una voz débil y temblorosa, que hizo que todo el mundo alargara sus cuellos y ladeara sus cabezas apuntando sus oídos más aptos para escuchar, comenzó sintetizando las alegaciones por las que se sometería a juicio al reo, sentado impasible detrás de una pequeña mesita junto a su abogado, a la derecha de los jueces.

Una vez que hubo finalizado su breve introducción, el letrado invitó al fiscal, sentado a la izquierda de Sus Señorías, a ponerse de pie para exponer su alegato y así dar iniciación al procedimiento del juicio. Sir Oswald Barrymore se levantó muy despacio, con una hoja manuscrita en su mano izquierda, mientras que con la derecha se alisaba perpetuamente su larga barba gris. Una vez que eligió las palabras adecuadas para producir un mejor efecto, se dedicó a explicar con voz clara y firme que la grave acusación contra el Capitán Spencer no contaba con ningún precedente en la jurisprudencia británica. Por lo tanto, el caso debía ser meticulosamente escuchado y evaluado por los presentes y los jueces actuantes. La integridad de la conducta moral de los hombres de mar estaba en juego. La hombría de los rudos marinos ingleses era seriamente cuestionada y el honor de todos ellos dependía del resultado de ese juicio, para no convertirse en el hazmerreír de los siete mares del planeta.

El silencio en la sala era absoluto. Todos los rostros se hallaban  ansiosamente absorbiendo cada palabra que se decía y sólo los sigilosos pasos de quienes llevaban las noticias afuera, podían ser escuchados como tenue ritmo de fondo. Nadie en el navío había presenciado el hecho.