“Mi infancia son recuerdos de un patio” de la calle Otamendi, la música a todo volumen, con esa voz grave que me penetraba una y otra vez sin que el goce disminuyera y fui “en el buen sentido de la palabra buena” desdeñando la romanza de cantores vacíos de mi época que me movían los pies pero no el corazón, éste sólo pertenecía a él.
Y hoy transcurriendo esta “segunda inocencia que da no creer en nada” lo sigo amando con la misma fuerza, en nuestra pareja unilateral, porque él jamás se enteró de mi amor, no hay desgaste ni tedio y su música me seguirá hasta que las moscas revoloteen sobre mis “párpados yertos”.
Se acercaban los treinta y el mundo se estaba dando vuelta, el compartir “sueño, cama y macarrones” me estaba hartando de manera vertiginosa, ya no era la “Penélope” del “bolso color marrón, estaba advirtiendo temerosamente que en la vida había más, y sentía la necesidad de “sacar de paseo a mis instintos y ventilarlos a sol” y comenzó la etapa de “no dosificar los placeres”. Basta de “esa rutina que te aplasta” afuera la mediocridad, a “derrochar” que se acaba el mundo. “Ay mi amor sin ti no entiendo el despertar”…
Juanito me había acompañado cuando “se me hincharon los pies”, cuando fui “esa muchacha en flor por la que anduvo el amor derramando simiente”, transmití mis frustraciones a mi descendencia, tal como debe hacerse, fui madre, “empapelé el cuarto de azul” y me pregunté –¿esto es todo?- respondiendo tal mi característica que las estructuras mediditas no eran para mí, que amar también era desangrarse, que unos ojos negros pueden hacerte olvidar las reglas y que violándolas te sentís en algún paraíso desconocido y fascinante.
Fue la época de “Pueblo Blanco” tal vez mi canción preferida, de “extraviar los calzoncillos” y salir con “la compra” acompañada de él con “el periódico” a conocer las casitas blancas de mi querida ciudad.
Esto que escribo sólo puede entenderlo quien se haya enamorado de Serrat, los que no “tuvieron el gusto de conocerlo” no podrán entenderlo.
Y aparece el diablo...
Él aparece en mis treinta y pico, nadie comprendía qué era lo que quería decir, yo identificaba cada frase suya conmigo, miraba a mi alrededor pensando cómo es que no se dan cuenta que estamos ante un futuro Quevedo que será admirado por las futuras generaciones.