Pasaba mucho tiempo hasta que paulatinamente el agua ya no salía caliente sino que se iba tornando fría. Eso me despertaba de mi magnífico abrazo y me tenía que levantar súbitamente.
Pensar que pude haber vivido muy diferente, ya el pensar era insuficiente. El camino había sido otro, pero tampoco nada podría quitarme la dicha de tener a mis hijas. Ellas que con su cariño y sus ojos llenos de infancia me alegraban el alma e igual me la destrozaban con su inocencia... Y la sonrisa de la mayor que al abrir su pequeños labios se le hacían unos hoyitos en sus mejillas que me decían que quería ser feliz. Pero en aquel momento era un grito de desesperanza. Un grito de dolor y muchos porqués, porqués, porqués, y nadie respondía nada.
El espejo cuando me encontraba frente a él, me miraba con unos ojos desorbitados y diciéndole al reflejo de mi cara desfigurada, sin arreglo alguno, mi boca seca, amarga, regañando a esa señora que miraba, y le decía con coraje: “¡tonta, eres una tonta!, ¿que no sabes que está mal lo que haces? Tú debes de resolverlo. ¿Pero qué te pasa? ¡Eres tan tonta! Prefieres llorar todo el día...”
Enseguida mis manos le daban bofetadas a esa figura tan fuertes como podía, arrugaba la carne de mi cara y como si fuera una máscara, trataba de quitármela , tenía la probabilidad que maltratando a esa silueta del espejo iba a encontrar la respuesta, pero nada… Silencio total, solo mi mente era una revolución que no me dejaba en paz ni un solo segundo. ¿Saben? Fue un tiempo duro, pero tenía que pasarlo, no sé a cuantas mujeres les haya sucedido algo así, y cuantas lo estén pasando, pero el sentirlo es como si quisiéramos que la tierra se abra y nos trague hasta el fondo sin tener la posibilidad de reaccionar. Solo llegar a tocar la paz.
Obvio. Enfrentamiento con la verdad. Una cosa era el saber que no debía estar ahí, y otra diferente el caminar hacia la libertad… Era hora de irme.
En esos días algo pasó por mi mente. Me planteé... “Rosita si tú ya no estuvieras, tus hijas quedarán con alguien que las quiere. ¡Al fin qué más da! Nadie te extrañará y tu familia estará bien. Tan pronto repetí esas palabras, mis ojos se abrieron enormes... No, no podía estar diciendo eso. Me asusté y empecé a temblar.