Por mi educación profesional sabía que tan solo pensar en esos términos era un foco rojo que tenía que analizar. Tan pronto salí de la ducha, llamé a mi madre y le dije: “madre por mi mente pasó algo que me da horror pronunciar de nuevo. Estoy aterrada”. Urgentemente mi hermosa madre preparó su viaje hacia la ciudad. Esa noche no pudo dormir y se vino desde donde vivía que son once horas terrestres para verme.
Al llegar tocó la puerta y al verme me abrazó muy fuerte, desesperada, parecía que habían pasado años de no vernos, porque la sentía tanto entre mi cuerpo débil y flojo, como una muñeca de trapo. Después de un rato me preguntó qué me estaba sucediendo.
—¡Mira nada más como estás! Si pareces como autómata y tu piel... pálida. Tengo que sacarte por unos días de aquí, no sé qué es lo que te pasa, pero trataré de llevarte a mirar otros horizontes. Quiero que te despejes un poco y encuentres paz.
Salvador no podía tener celos porque iba con mi madre, además, sabía que ella me ayudaría con mis hijas. Recuerdo que por aquellos días era como un robot que tenía pegado un aparato sincronizado y que respondía inmediatamente a todo lo que se me indicara. Iba para un lado, para otro, sin pensar... solo actuando según los botones que apretara ese señor que se encontraba frente a mí.
Durante el viaje me fui despejando, al tiempo que me iba alejando de la ciudad, miraba desde arriba las casas diminutas que poco a poco iban desapareciendo y junto con ellas la tristeza de mi realidad. Fue una semana que disfruté y pensé libremente, porque allá en la otra parte de mi mundo encontré otras cosas que me ayudaron a terminar con la angustia que sentía. Era otra vida, veía a otras personas y solo me enfocaba en mis hijas y en saludar a la familia. “Te miras fantástica”, me decían algunos, pero más bien lo decían por cumplir. Habían pasado muchos años que no los veía, así que mentían... ¿qué más daba?
Al regresar, tan pronto el avión se acercaba a la ciudad, se asomaron las primeras casas.