Estaban presentes otra vez mis miedos, que no quería enfrentar. Presentía que al ir, iba dar por hecho la salida de casa. Y eso de no saber qué ocurriría después... me llenaba de terror. Los miedos, esos que detienen la vida y la dejan sin conocer cosas nuevas; preferimos quedarnos atónitas, a disfrutar de un nuevo despertar.
Me sentía tan poca cosa y tan tonta de pasar por eso, así que tomé el directorio y empecé a buscar nombres. Encontré una, que su nombre se me hizo bonito. Al día siguiente ya estaba con ella, ya no había vuelta atrás. Estaba totalmente hecha una bola de estambre...
Se presentó ante mi madre y ante mí, con sus manos entrelazadas. Me invitó a pasar a la consulta con su tono argentino. Ella reflejaba mucha seguridad, recuerdo su abrigo largo negro y su pañoleta en la cabeza que le dejaba sus cabellos recogidos, resaltando sus grandes ojos. Caminaba pausadamente detrás de mí. Entré a un cuarto donde había un cómodo sillón. Una agradable fragancia a sándalo, llegó a mi olfato, dándome una intensa sensación de serenidad y placidez. Entonces se rompió el silencio...
—¿Cómo te llamas?
—Rosita
—Dime, ¿en qué te puedo ayudar?
Un silencio largo, muy largo, se produjo. En realidad no sabía qué decirle.
—Por algo has venido, por algo me has llamado.
—Es que no sé cómo empezar —por fin expresé.
—¿Qué te hizo venir?
Repentinamente, empecé a sollozar como una niña, sollozos que fueron subiendo de tono hasta llegar a ser gritos desgarradores (Creo que mi madre afuera me escuchaba).
Ella se inclinó me dio unos pañuelos con su mirada clavada en mí, me observaba, no dejaba de mirarme fijamente.