Recuerdo las bofetadas que le daba a la mayor y, en ocasiones le dejaba marcada su carita, después de hacerlo la culpabilidad me hacía sentir despreciable, un ser malsano, alguien que no tenía corazón. Son lo que más quiero en la vida, al maltratarlas me estaba condenando a convertirme en un ser sin compasión, ni coherencia. ¿Qué tremenda madre tenían mis hijas, verdad?
“¡Ya no lloren!”, gritaba... ¡Por favor, no lloren que su padre me va a gritar! ¡Ya no lloren! Les gritaba una y otra vez, al mismo tiempo que lloraba con ellas. Pero era inútil, entre más les gritaba, más se asustaban y más era mi desquicio. Las tomaba de la mano y les apretaba tan fuerte hasta que les dejaba marca y les decía: ¡cállate!, ¡cállate!, ¡cállate! Y mis ojos empezaban a desorbitarse, mi rostro se desfiguraba.
Al regresar de mi transe, me decía: ¡No Rosita! ¡No debes hacer eso son tus hijas…! Y tapaba mis oídos para no escuchar su llanto y otra vez me enroscaba como la víbora de cascabel en su cueva, en una esquina del cuarto, derrumbada, cerrando la puerta para que no se escuchara el llanto de nadie... y allí quedaba, con mis manos en los oídos... “¡Nooooo, noooo, que no lloren!”...
Y ahí me encontraba yo, sentada enfrente de la doctora, sabiendo que necesitaba ayuda pero no sabía por dónde comenzar. Ni cómo iba a confesar toda esa violencia injustificada.
—Rosita... ¿Me quieres decir algo? Y seguía mirándome fijamente con calma. Encendió más inciensos, para relajar supongo, porque sí que me hacía efecto. Tan pronto empecé a hablar de nuevo...
—Es que mi esposo toma y pienso que…
El llanto surgía otra vez, con el recuerdo de nuestras terribles discusiones. Como por ejemplo, de camino a casa, donde parecía que él hablaba en un idioma y yo en otro. Tanta era mi desesperación, que no había manera que nos pusiéramos de acuerdo en nada. En una ocasión llegué a abrir la puerta del carro en carretera y le decía: ¡Ya déjame en paz! Era cuando él reaccionaba.