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66Pág.Rincón policial El Inspector Carrados



   —El niño divirtiéndose a balazos con los bandidos  —continuó casi sin respirar— y yo encerrado con los “callados”.
   —¿Cómo estás Doctor  Carlos? —su voz tenía una leve nota de emoción.
   —¡Ajá! Veo que en la Policía de Investigaciones te enseñaron a hablar y seguro… a que otros también hablen. Ja ja ja ja já. 
Se volteó hacia el ayudante.
   —Oye González ¿cómo diablos soportas a este cara de momia? Sabías que mientras estudiábamos en el Liceo le tenían un lote de apodos, pero quedó con el que lo bauticé: José Carrados El Callado —le hizo la señal de cruz como si fuera un sacerdote—.  Amén.
Nuevas risotadas, los tomó a cada uno de un brazo y los arrastró casi literalmente a una oficina, donde se acomodó en su sillón, subiendo desenfadadamente los pies sobre el escritorio y les señaló un par de sillas.
   —Aquí me tienes, Carrados querido, desde hace seis meses,  rodeado de tipos con cara de muerto, igualitos a ti.
El ayudante se sentía cada vez más inquieto; finalmente aprovechó que el Inspector no lo miraba y río en silencio.
   —Carlos, por favor, este asunto es urgente —la voz parsimoniosa  del sabueso hizo callar momentáneamente al ruidoso forense—. Hemos venido a ver a los dos últimos cadáveres encontrados asesinados en la vía pública.
La cara del Doctor cambió de sonriente a una mueca con su boca y se tomó la barbilla.
   —Mmmmm, extraños casos, muy extraños. Vengan por aquí; sabes González —se dirigió al ayudante, quien sí celebraría su negro humor—, estos pacientes  que están en la morgue… no se quejan nunca, tienen harta paciencia. 
Su carcajada sonó con ecos en la gran sala, muy bien iluminada y con un fuerte olor a químicos para conservar los cadáveres; como en casi todos los institutos médicos legales del mundo, tenía adosado a la pared un gran mueble metálico, donde se adivinaban las cajas que contenían los muertos en  camillas corredizas refrigeradas.
   —Mmmm, éste es uno —tomó un asa y con silencioso movimiento salió una bandeja con un envoltorio  plástico que mostraba la forma humana—. Aquí está el otro.
Abrieron el frío cierre y ambos cadáveres quedaron a la vista. Con su dedo les señaló el cuello.
   —Pueden creer que no tienen ni una sola herida más, sólo la perforación hecha por estos perdigones aparentemente de acero, que serán enviados al Laboratorio de Criminalística de ustedes. Estos pobres tipos murieron por falta de aire, pues los proyectiles por sí solos no fueron la causa necesaria y precisa del deceso, sino que se inflamó el sistema respiratorio superior y prácticamente tapó el ingreso de oxígeno.