Mis niñas me seguían adonde fuera, ¡eran tan pequeñitas!, pero ya empezaban a cansarse de una actitud grosera y de verme llorando.
—Mamá, ¿por qué lloras? Me preguntaba una y otra vez.
Limpiándome las lágrimas les decía, “porque me entró una basurita”. Sin embargo, ya no lo creían, sobre todo las más grande que empezaba a comprender la realidad, no le costó relacionar los gritos de Salvador con mi llanto.
Ese día sería la primera vez que cumpliría el trato de salirme del área de agresividad.
Así que tenía que hacerlo bien... Mi corazón palpitaba tan rápido como un caballo de carreras. Mientras, en mi mente resonaban las voces del público agitado diciendo: ¡tú puedes, tú puedes!
Miré nuevamente y allí estaban cinco personas. Justo lo que esperaba: que él estuviera ocupado. Tomé rápido mi bolsa, conté el dinero, así fuertemente a mis niñas, y abrí la puerta de atrás del establecimiento, saliendo muy sigilosamente, mientras escuchaba a Salvador reírse con las demás personas. ¡Desgraciado! Solo conmigo no reía. De mí solo se burlaba, pero ya no iba a permitir más maltratos.
“Límites, límites, límites...”, ¡tienes que poder! Me repetía a mí misma, mientras corría por la parte de atrás del mercado tan rápido como era capaz para que Salvador no se diera cuenta y no me siguiera con su carro. Vamos Rosita, tú puedes, tú puedes...
Decidí ir en busca de un taxi, para que no diera cuenta al encender mi carro.
Agitada y con el corazón latiendo en mis sienes, por fin llegué a la otra cuadra donde estaba la parada de taxis. Me acerqué al primero, le pregunté cuánto cobraba por el trayecto hasta mi domicilio. Conté el dinero que traía y subimos con las niñas. Una vez que el taxi emprendió la marcha, sentí un gran alivio. Empecé a preguntarme cómo iba a reaccionar Salvador cuando no me viera..., pero ahora estaba fuera de su alcance, a salvo de sus ataques. “En casa voy a estar mejor”, me persuadí. Cuando llegue Salvador me va a buscar pelea, pero será en casa, ya no con público. “Tranquila Rosita”. Y continuaba ensimismada en mis pensamientos y tomando de la mano fuerte a mis pequeñas. Les prodigaba besos, casi con desesperación, tratando de convencernos que todo iba a estar bien.
“Ya mis princesas, vamos a estar mejor. Papá y mamá no pelearán”, me decía mi voz interior, mientras las abrazaba y besaba fuertemente.