Cuando llegué a ese departamento sombrío, donde de momento “me sentía a salvo”; aún con el cuerpo tembloroso, me senté en un sillón, mientras respiraba hondo para lograr tranquilizarme. “Rosita, ya pasó lo peor, todo estará bien, no te lastimará más”, pensaba con el fin de animarme. Y así pasó. Solo fue una llamada, obviamente enojado, pero estando tan lejos de mí, no podía alcanzarme para hacerme daño.
Había ganado una medalla con los límites que por primera vez puse. Y a partir de ahí, ante cada situación similar, yo procedía del mismo modo. Cuando escuchaba sus palabras horribles donde fuera que estuviera, tomaba a mis niñas y me iba dejándole solo con sus agravios, de manera que él no se daba cuenta. Para cuando preguntaba por mí, estaba muy lejos. Incluso llegué a dejarle claro que siempre que se comportase así, iba a hacer lo mismo.
Una vez uno de estos episodios me ocurrió en medio de esas calles de los barrios bajos, donde el olor a agua podrida es el día a día de esa gente. Un sitio conflictivo, donde los niños con sus caritas sucias, sin zapatos, vagaban por los arrabales, mientras los señores se apostan en las esquinas inhalando cemento y peleando. Tuve que atravesar todo ese escenario con el miedo a flor de piel. Pese al temor que llevaba, tenía presente que debía huir con mis hijas hacia un sitio tranquilo. Corríamos lo más rápido que nuestras piernas nos daban; entre puentes, subiendo cuestas, atravesando las aguas estancadas al fin logramos llegar a casa. Una vez que traspasábamos el umbral la sensación de alivio fue enorme, un profundo suspiro acompañó a las sonrisas que semejante logro nos produjo.
“LIMITES”. Estaba aprendiendo a poner límites. Y junto con esos límites también se integraba la situación sexual, no permitiría que pusiera una mano encima para saciar su sed mezquina de hombre.
Me empezaba a sentir más fuerte, y al mismo tiempo, veía más lejano mi matrimonio. Salvador tenía una excusa más para beber y dejar sus botes escondidos tras la ropa de lavar o debajo de los muebles de cocina entre las toallas para limpiar, después de llegar en las madrugadas.
En cierta ocasión, tras su llegada, arremetió con sus instintos sexuales. Trató que reaccionara, pretendiendo tomarme sin mi consentimiento, a lo que volví a decir ¡no! Había dos cosas que tenía que hacer antes: Dejar la bebida por ocho meses, periodo que se toma a prueba en un alcohólico, al cual él se negaba y no lo podía superar; la otra condición era ir a AA (Alcohólicos Anónimos), cosa que tampoco le gustaba, justificándose que no lo necesitaba. Sin embargo, sí estaba muy presente su instinto e insistía en lo sexual. Tras la negativa de varias insistencias, entró a ducharse.