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50 Pág. Pensamientos y esperanzas Ustedes los machos y nosotras las hembras

 

A poco de entrar al baño escuché su llanto ahogado de hombre frustrado,  al tiempo que golpeaba tan fuerte la pared como podía.  Me dio mucho miedo, me levantaba e iba junto a mis pequeñas abrazándolas como protegiéndonos y tomando fuerzas de esos temores para enfrentarle y que no pudiera hacerle mal a nadie.

¿En qué momento un hombre pierde la cordura, para convertirse en bestia con él mismo? Muy probablemente era una especie de chantaje, para que me sintiera culpable de su llanto y sus arranques autodestructivos. Los golpes retumbaban en todas las paredes del departamento.   Al salir de ahí le miré, traía sus ojos hinchados, aún con el llanto plasmado en su cara y sus manos llenas de sangre. Se había desahogado tanto como pudo  hasta hacerse daño. Obviamente, su estado contribuyo a que el dolor no fuera tanto, pese a las heridas de sus manos.

¡Bonita forma de matar el deseo!  Pero no dijo nada.  Finalmente fue a tratarse las cortadas, lavándose las heridas.  Sin embargo, pese a ducharse, ese aliento a alcohólico estaba presente en toda la casa, hecho innegable de quién propiciaba los problemas.

Todos los días transcurrían con olor a miedo, siempre con la incógnita de que iba a suceder, cómo iba a actuar ante mi decisión de poner límites. ¡Qué dura decisión!, pero me estuvo preparando la doctora para todo eso, para no ceder ante los chantajes y hacerme sentir culpable con sus conductas inapropiadas. Salvador sabía que yo tenía ayuda, así que se reprimía de hacerme daño.  ¡Cómo olvidar esa noche en la que llegó despacio, después de las tres de la mañana, era la primera vez que lo veía tambaleándose casi hasta caer por los suelos, pese a que era un bebedor frecuente (Salvador no era de los que caían, ni se quedaba en las esquinas doblado),  era de los que muy campante seguían su vida. Y esa pasó a ser la excusa de siempre: “como no se caía, no era alcohólico” y no reconocería jamás qué era en realidad lo que alteraba su entorno: nuestra armonía la transformaba  en un verdadero infierno.  ¡Cuánto odié la bebida! Hasta el punto en que para mí los hombres se clasificaban en dos categorías: los  bebedores y los que no bebían.

Como les decía, ese día llegó y empezó a insultarme, pensé en esconderme en el cuarto contiguo.  Mis hijas quisieron despertar,  pero le hice señas que guardaran silencio, sabía que algo iba a suceder porque le vi esa expresión que ya conocía muy bien: con ojos de animal herido, a la defensiva. Ese peculiar signo de que todo anda mal y el temor  se apoderó de mí. Mi corazón volvía a acelerarse  y mis temores hacían que abriera los ojos, ante sus insultos a los cuales me negaba a aceptar.  Dejé las niñas a salvo y corrí a otro cuarto.  Me encerré con pasador y me acosté en una de las camitas de mis hijas, mientras con la almohada me tapaba el llanto para ahogar mis gritos y el terror repercutía en mi estómago, provocándome una horrible sensación de vacío.