Larga noche que pasé, dentro de un cuarto con olor a odio, sintiéndome tan sucia como nunca antes lo había experimentado. ¡Qué raro me resultaba todo! Sí, era mi esposo todavía y sin embargo lo sentía como si fuera un total desconocido. Era tan extraño como difícil de sobrellevar, y mucho más de entender. Pasé toda la noche allí sola, sentada, sin poder dormir. Mientras escuchaba su respiración y lo observaba en la cama dormido, como si nada hubiera hecho. Solo dormir. Cada centímetro de mi cuerpo estaba resentido.
Seguía preguntándome ¿qué podía hacer yo? ¿Tenía la culpa por no poner un alto antes? ¿Acaso esto era lo que me ganaba por haber puesto límites? Era mi tremenda lucha, y no la había ganado. Correr, saltar, salir..., límites, límites, límites. ¿Dónde habían quedado los límites?
Sentí la primera luz del día sobre mí; escuché al vecino que ya se iba a trabajar muy temprano, oí su “adiós”, con un cariñoso saludo y un beso... Me quedé con mis ojos rendidos, derrumbados, pensando ¿por qué a mí? ¿Cómo luchar? Me daba vergüenza tener que decir lo que había acontecido, todo mi cuerpo se negaba a tener otra vez que sentir esa humillante sensación. Callada me vestí con lo primero que encontré, porque mis niñas ya iban a despertar. Entré a la regadera. Esa ducha que siempre me daba su calor, y no sé cuantas veces puse jabón en mi cuerpo, una y otra vez, queriéndome quitar toda huella de su malsano aliento. Y él dormido, tan profundamente como si nada de lo ocurrido le afectase. Las lágrimas se mezclaban con el agua y mis recuerdos. ¡Qué triste que una pareja que debía estar en total acuerdo, terminara así! ¡Oh Dios, dónde estás que me dejaste sola? ¿Por qué no le pusiste un alto a ese macho herido? Le dejaste que pasara la cerca de mi dignidad y que tomara a la fuerza lo que su capricho quiso. ¿Dónde estabas en ese momento? Gritaba mordiéndome los labios en el cuarto de baño, mientras jalaba de nuevo mis cabellos, ante la impotencia de lo sucedido. Ni siquiera pensaba en su forma de actuar, pensaba solamente que mis límites lo habían propiciado. Por otra parte, también me habían hecho sentir bien saber poner los límites, entonces... ¿dónde estaba la diferencia? ¿En qué radicaba mi fortaleza?
Para cuando mis niñas despertaron, ya había pasado todo. Solo tomé a la pequeña entre mis brazos y dado que por suerte no tenía que ir a mi trabajo, permanecí tranquila con ellas. De vez en cuando, lloraba, pero tapándome, escondiendo para que no se dieran cuenta, disimulando el dolor, como una buena actriz.
Empecé a hablar sola. “¡No, no, no!”, decía mientras guardaba la ropa de mis niñas. “¡No!”, otra vez cuando recordaba el episodio. “¡No!”... al entrar a la cocina a realizar la comida. “¡No!”...gritaba, al mismo tiempo que ahogaba mi llanto, más debía sonreír cuando estaba ante mis hijas. Y una vez más “¡No!”, cuando entraba al cuarto donde había sucedido todo.