¡Dios, dame fuerza para que todo pase rápido, dame la señal para salir corriendo!, ¿cómo hacerlo? ¿Qué rumbo debo tomar? Agarra mi mano que tengo miedo, sostenme entre tus limpios brazos que me ahogo sola en mi espejo. ¡Por favor, que alguien me ayude!, rogaba... ¡Alguien que me ayude!
Y nada, solo silencio.
No sé cómo podía sonreír por momentos para aparentar lo que no era, pensaba que nadie tenía derecho a saberlo. Pero ciertamente, me cansaba mi pena. Sabía que habría más momentos como estos, lo sabía porque una vez que se cede ante una palabra hiriente no hay marcha atrás y se da permiso para todo tipo de violencia. Las noches, eran lo más crítico, por eso trataba que no llegara y que pasaran pronto. Durante el día, las cosas eran más tranquilas, pues lo peor ya había pasado. Eran ciclos: ahora seguiría donde pediría perdón, así que ese día no había que temer.
Sin embargo, esa súplica de perdón dolía más que un silencio. Una palabra que emitía de su boca, hacía más daño que el abrazo del enemigo. Y así continuaban mis horas. Ese día ya no me diría nada. La luna se visualizaba a lo lejos y yo platicaba con ella antes que llegara la aurora. “Perdón, me decía una y otra vez”, y yo pensaba ¿para qué? Todo había sucedido de una manera cruel y el respeto no tenía sitio allí, había tomado otro camino. El respeto se fue con esas voces interiores, con esos deseos de aventuras; se fue de mi vida junto con el hombre que hirió mi felicidad. Al día siguiente en la oscuridad, era el tercer día de todo aquello tan falto de honra y cordura. Era el día más peligroso, cuando ya pasaba al olvido el perdón y tras eso regresaba el ansia por la bebida. Ese día siempre era peligroso: “El tercer día”. Ya los contaba para saber cuando debía tener cuidado. Y pasó lo temido. Llegó desesperado y gritándome que quería estar conmigo. Al decirle que no, enojado, tomó entre sus manos objetos y los hacía añicos. Era difícil verlo y pensar que yo propiciaba todo su enojo con tan solo decirle que no. Pero así era. Tome a las niñas entre mis brazos, las tape con una manta de la cama rodeándolas con mis brazos, para evitar que les lastimara. En eso se enojó tanto que tomo un espejo y me lo arrojó sin pensar en nada.
No supo detener su enojo, ni platicar como hacen las parejas, solo sacó lo macho y me estrelló ese espejo tras una rabieta. ¿Cómo podía decirle que no?, ¡si él quería me gritaba...!
Esta vez no me intimidó. Le volví a decir que no, recordando esos momentos amargos que había pasado: ya no quería nada con él, no soportaría su aliento ni sus manos encima de mí, por nada.