Lo más difícil y duro de recordar, es que por culpa de dos personas grandes, pudo haber sucedido una tragedia. Que a causa de los vidrios que estallaban sobre nosotras y caían encima, pudieran haber salido gravemente heridas mis niñas. Sin embargo tras la demostración de barbarie, un silencio se produjo; luego un llanto. El llanto de un hombre con su hombría hecha añicos. Así lo miraba él. Al menos eso creo. Porque ya no era capaz de medir las consecuencias, ni sus actos, solo eran arrebatos. Sabía sobradamente qué iba a suceder, pero no hacía nada, solo le importaba satisfacer sus instintos.
Aproveché que en ese momento bajó la guardia para salirnos de su alcance. Probablemente quedó sorprendido ante lo que había causado (por suerte había tapado a mis dos niñas con mi cuerpo y el cobertor), así que no les había pasado nada. Pensativa. Pasé todo el día reflexionando, recordando las palabras que retumbaban en mi mente, junto con el episodio que había vivido y me negaba a continuar durante el resto de mi vida peleando por lo mismo. No tenía caso y poniendo en peligro a mi familia. Mi respuesta seguía siendo NO, no permitiré esto más. Sabía que las conductas eran aprendidas y el subconsciente las recibía, y lo menos que podía hacer era evitar por todos los medios a exponer a mis hijas que repitieran el mismo patrón. Volvía a negarme a eso: ¡No más! Pero sin saber qué hacer, ni por dónde empezar. Era de tarde y la puesta de sol se divisaba tras la ventana, y yo recogiendo todos los vestigios de un día anterior con dolor. Estaba ahí mi niña de cuatro años y medio, tan solo cuatro años mirándome sin saber qué decir, solo con sus ojitos llenos lacrimosos. De repente me dice:
—Mami, no quiero vivir aquí.
—¿Por qué mi niña?
—¡Porque no!, ¡vámonos a casa de abuelita!
Mi niña se refería a una casa que había estado abandonada durante doce años y que necesitaba de mucho arreglo. No tenía piso, sus cortinas ya estaban rotas, las paredes sucias y la hierba alta. Pero mi niña quería escapar de ese lugar, que tanto dolor le producía. Simplemente no pensó en nada de eso, solo me decía: “quiero vivir allí mamá”.
—Hija —le respondía—, esa casa no está lista.
—Como sea mami, yo quiero irme a casa de mi abuelita. ¡Llévame por favor, no quiero estar donde papá grite! —Le traté de explicar que papá no era papá cuando se ponía así a gritar, pero hice una pausa que para mí fue la preparación para darme una estocada final—: mamá, ¿por qué te casaste con mi papá si ya sabías como era?