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56 Pág. Pensamientos y esperanzas Ustedes los machos y nosotras las hembras

 

Me iba a casa de mi madre, ya lo había decidido a partir de que mi hija me había infundido más fuerzas con sus peticiones.  No le importaba si estaba feo el lugar, así me lo había dicho, solo quería tranquilidad y no se la podía negar. Mi hermano me ayudaba con todo lo que le decía.

Desesperadamente bajaba corriendo, quería entrar en el elevador pero el miedo me frenaba, hasta que decidí romper el temor al elevador también. Ahora me ayudaría a no cansarme tanto con mis cosas, así que iba de arriba para abajo y pidiendo a gritos que Salvador no se presentara antes de terminar de poner todo en orden en ese camión. “Rápido Rosita”, me repetía y agitada corría y bajaba hasta que tomé lo último que quedaba. Mirando alrededor todo lo que había dejado, los recuerdos de una pareja tormentosa que quizás había aprendido a no ser feliz, y la felicidad significaba una cosa muy diferente para mí. 

Todo lo dejaba tras esas paredes y el temblor de mis brazos, de mi cuerpo, mis cansados pasos...  Pero me llevaba lo mejor: mi corazón; la mirada de frente  y mis hijas.

Justo  en el momento que me despedía de mi  cárcel, tomé a mis niñas, una cargándola, de ocho meses y la otra de cuatro años caminando junto a mí, les dije nos vamos a la tranquilidad mis niñas, la grandecita solo abrió los ojos para acentuar con su carita:   “sí, no hay marcha atrás”.

Les debía esa tranquilidad.  Salimos caminando por esos corredores tan cortos, pero tan largos para mi, cuando apareció Salvador con unos paquetes de comida.

—¿Qué? ¿Adónde van? —preguntó aturdido
—Nos vamos Salvador. Muchas veces te dije que cuando decidiera dejar todo esto no daría marcha atrás y así será.

Volteó a mirar a mi hermano  y pude observar claramente el cambio que se produjo en su cara.  Creo que jamás pensó que actuaría; como él decía que era una inútil y que no tendría el valor... llegó a estar seguro. Pero ese día le demostré que sí tenía el valor,  no tanto a él como a mí misma.

Su cara reflejaba dolor, como que se partía cada centímetro de esa máscara que mostraba con extraña dureza.  No supe si quiso gritarme o  llorar de la impotencia,  pero se dio cuenta que mi decisión estaba tomada y no iba a regresar hacia atrás.  Solo hacia delante: ¡Vámonos niñas!  Salvador me dijo:

—Déjame despedirme de mis hijas.