Nuestro país es una esquina,
una esquina en el mapa,
calle Océano Atlántico
y Río de la Plata.
No podía ser de otro modo.
Somos un país de esquinas:
los cafetines y los almacenes,
esas instituciones,
proliferaron mayormente
en las esquinas;
para ubicarnos en la urbe
señalamos los cruces,
18 y Ejido, Michigan y Orinoco,
sin olvidar
que el subconsciente colectivo lleva
como estampa y emblema
el compadrito y el farol,
cosas de esquina.
La esquina es el encuentro.
La esquina es una cuádruple perspectiva,
un mirar a lo lejos,
un ver venir, un poder ir
(algo así como tomar la sartén
del destino por el mango).
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La esquina delimita
y así mismo es frontera,
o sea zona extrema,
fin y comienzo.
La esquina es un confluir,
un crisol, un vivero
de cosas y vivencias.
La esquina es una espera
de no se sabe qué,
la esquina es la e minúscula
que toma, para estar en nuestro cotidiano
sin que nos demos casi cuenta,
la gran Espera,
la Espera de otra cosa o de algo más,
la Espera de un quizás,
la Espera insaciable,
la Esperanza ¿de qué?
—Pero me estoy poniendo metafísico,
mientras que simplemente
quería ser
metafóricamente geográfico.
La esquina es la poesía
común y corriente
de un pueblo amante del afuera,
del aire libre y del tutear al sol,
del encontrarse por casualidad,
del hablar de felices menudeces
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