—Bien —le hubiera gustado decir que mal, que todavía no funcionaba.
—Entonces, acabemos con esto. ¿A la de tres?
—Sí —se atragantó al responder. Ojala no hubiera despertado, hubiera permanecido en lo alto de la muralla a salvo de la maldita guerra y sus muertos.
—¡Uno! —comenzó a contar con calma, sin prisa ni tensión, como si se tratara de billetes ganados en una timba—. ¡Dos! —¡La baraja!, pensó inexplicablemente, casi sin tiempo—. ¡Tres!
Se levantaron a la vez, frente a frente. Ninguno apuntaba con el arma. Una media sonrisa ensombrecida por una barba de tres días le observaba en mitad de un rostro serio y curtido, de ojos claros y piel seca. Jamás le había visto antes y jamás le olvidaría.
Una serie de explosiones golpearon de repente el área a su alrededor, haciendo añicos una porción del muro cercana y obligándoles a retirarse y buscar refugio, cada uno en dirección contraria.
La baraja, en la carrera, yacía caída, desperdigada en mitad del campo.
En unos segundos, el paisaje se vio sembrado por un mar de cráteres que ensuciaron con la fealdad de la destrucción humana el pacífico lienzo creado instantes. A resguardo de una zona arbolada, mientras intentaba calmar la respiración acelerada que anidaba en su pecho, observó la única carta que permanecía aún sujeta a su mano, boca abajo, a la vez que un contingente de tropas de su regimiento comenzaban a sobrepasarle.
Despacio, casi con temor, giró la carta. Era un comodín.
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