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120 Pág. Escritores Magda R. Martín

 

La extraña sensación de apresuramiento percibida durante el camino, se había transformado de manera inexplicable en una profunda calma y me senté en un banco del paseo para observarla con tranquilidad. Había algo raro allí. Mientras la miraba, percibí como la casa tomaba vida y me decía: “No, no estoy muerta, estoy viva, esperándote”.

Ensimismada en estos pensamientos no me percaté de cómo el hermoso color azul del mar, cambiaba hacia un intenso tono gris oscuro. El cielo se tornó plomizo y el viento arrastraba una niebla espesa que ocultó por completo la cima del monte Igueldo y la pequeña isla de Santa Clara. Apenas tuve tiempo de recordar que me encontraba frente al Cantábrico y una galerna estaba a punto de estallar. De pronto arreció una lluvia que empapó todo mi cuerpo en un instante. Mientras buscaba un lugar para guarecerme, descubrí una abertura en la valla de protección que rodeaba la casa. Sin dudarlo la traspasé y me introduje en el portal.

Me detuve para acostumbrar mis ojos a la oscuridad. Olía a mar, a cemento húmedo, sólo se oía el silbido sobrecogedor del viento a través de las rendijas. Sin ser muy consciente de cuanto hacía, comencé a subir las escaleras de madera, anchas, de casa antigua, desgastadas por el paso de los años. Sentía crujir los escalones bajo mi peso como si fueran entes vivos y protestasen ante la invasión. Seguí mi ascensión al primer piso, al segundo, despacio. Las puertas permanecían cerradas guardando celosamente sus secretos. En algunas, colgaba una imagen de metal sujeta con un clavo encima de la mirilla  acrecentando así la idea de destrucción y abandono, de algo pasado, muerto.

Al fin llegué al tercer piso y miré hacia arriba. Sólo quedaba un corto tramo de escaleras; en el techo un lucero medio roto dejaba pasar la luz y parte de la lluvia que, mezclada con el polvo, formaba burbujitas de color ocre. Subí estremecida hasta la buhardilla donde yo había nacido hacía ya tanto tiempo... La puerta estaba comida por la carcoma y en algunos puntos los destrozos dejaban al aire unas muescas de madera al natural, sin pulir. Todo aquello me había pertenecido alguna vez. La acaricié con dulzura, como se acaricia a un niño o a un enfermo. Apreté mi mano sobre ella para sentir su contacto. Sí. Allí aún quedaba vida y calor de tiempos pasados, de derrotas y victorias, de tristezas, alegrías y también de amor. Al empujarla ligeramente,  se abrió con  un chirrido y una rata, asustada, escapó para esconderse en un agujero. Me sentí invidente en la oscuridad, cuando encendí el mechero, sólo divisé polvo y telarañas. “¿Qué hacía yo allí? -me pregunté-.  Miré alrededor abarcando una visión general de la estancia. Rememoré la figura de mis padres jóvenes, esperanzados, con hijos pequeños, felices en aquel lugar. Luego,  la marcha impuesta, para siempre.