No pude continuar la lectura, las lágrimas nublaban mi vista; era la noticia de mi nacimiento escrita por la mano de mi padre. Hice un esfuerzo para tragarme las lágrimas y continué con la lectura: “...ni Valentina ni yo deseábamos el nacimiento de esta criatura pero, ahora que está aquí, sentimos por ella una especial ternura y algo interno e inexplicable nos dice que ella será quien, de alguna manera, perpetuará nuestro recuerdo”.
Sentí una extraña emoción mezcla de amor, paz y de algo concluido. Cerré el libro, lo estreché contra mi pecho y me fui de la casa en silencio, con respeto, como si saliera de un templo.
Cuando llegué a la calle la galerna había cesado. La isla lucía su silueta perfecta en medio de la bahía y el castillo del Monte Igueldo destacaba en su cima mientras el crepúsculo teñía de anaranjado unos jirones de nubes.
Me acerqué hasta la playa, me descalcé y hundí los pies en la arena sintiendo la humedad del agua. Luego me senté en la orilla, frente al mar que me vio nacer y me puse a pensar. Ahora ya sabía por qué estaba en San Sebastián. La casa donde yo nací iba a ser destruida y con ella todo cuanto se encontraba en su interior y aquel libro era un tesoro que yo debía descubrir, era urgente que lo recogiera. Entonces recordé el sueño en el cual mi madre se lamentaba con aquella frase
sin sentido para mí: “...la casa de Ondarreta..., la casa de Ondarreta…” que me hizo viajar hasta aquella ciudad, recordé la ráfaga de aire en el cuarto interior, el tirador desprendido del cajón sin que nadie lo tocara.
Era evidente que “alguien” intentaba avisarme. Sentí un fuerte escalofrío y miré hacia el edificio al que ya no le descubrí vida. En aquel corto espacio de tiempo, había muerto para siempre. Desde la distancia que separaba la playa de la casa, me fijé en la buhardilla. Me quedé petrificada. En aquella ventana sin cristales de la cual yo había arrancado la madera que la tapiaba, sonreía con dulzura la figura de mi madre. Inconscientemente levanté una mano para saludarla y ella hizo lo mismo en un ademán de despedida, luego, desapareció.
Recogí mis zapatos y en un paseo lento me dirigí hacia la Concha, debía de tomar el tren de regreso a Madrid, se hacía tarde. La brisa marina acariciaba mi rostro y el mar tenía ahora un hermoso color verde. Volví a mirar el libro que llevaba entre mis manos apretado contra mi pecho y sin poder evitarlo, lloré.
![]()