Al salir gritaron: “Señora ni una palabra a nadie y en media hora no se puede mover vieja pendeja, porque la tenemos vigilada y si da un movimiento o sale a vernos, se la lleva chingada”.
Durante ese tiempo, mis manos temblaban y mi mente estaba como ida. Me sobrevino un temblor en el cuerpo que no podía parar. Lo primero en quién pensé fue en mi hija. Quería abrazarla fuerte y darle gracias a Dios porque ella no estaba casualmente presente, había acertado en que se fuera con su tía. Cerré el mercado después de media hora sin moverme, tal como me habían indicado, poco a poco , al mismo tiempo que temblaba sin poder dominar ese estado, sentía mi boca seca y mis dientes apretados con fuerza hasta que de repente me dio un ataque de llanto. Perdí la noción del tiempo, divagaba con mi mente en desorden. El miedo pero no me dejaba pensar. Pronto me fui dando cuenta en que las cosas hubieran podido ser más graves. Tan solo imaginarlo, la desesperación y el horror me sumieron en un ataque de nervios y lloré hasta quedar agotada, sin fuerzas. En ese estado, me sentía sofocada, no podía respirar. Solo atiné a llamar por teléfono a mi hermana y pedirle que viniera junto a mí.
—Por favor, ven conmigo...
—¿Que tienes?
—No te puedo decir… —Casi no podía emitir palabra—. ¡Solo ven por favor, rápido!
Mi hermana llego y sintiéndome más protegida fui calmándome poco a poco hasta que quede tranquila.
Salvador llego al final, cuando todo había pasado. Se sintió culpable y dijo que ya no me volvería a dejar sola nunca.
Duré como un mes imaginando que todo el que entraba a la tienda miraba raro, y temblaba cuando se quedaba en silencio el establecimiento. Me asomaba hacia la calle, temía ver sus caras nuevamente, que las tenía bien grabadas, más no podía decir nada por temor a las represalias. Así que solo estaba alerta, un estado de alarma que no me dejaba un minuto tranquila hasta que, con el correr de los días todo fue pasando, hasta que al fin volvió la confianza.
Hasta que Salvador volvió a querer “salir de compras”. Otra vez, volvió la normalidad: los eternos pleitos, que no terminaban porque el que bebe, busca siempre la oportunidad para camuflajear su vicio, de esconderlo, de ese modo continuaba con su mal hábito, valiéndose de artimañas. Le ponía a la soda de bote tequila y así simulaba que solo bebía soda. Después entendí lo que hacía y era lo mismo... la angustia, el coraje, la impotencia.