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116 Pág. Escritores Juan Carlos Merino

  

—¡No, no, no...!

El gatillo no se relajaba con la habitual suavidad, estaba encasquillado, no disparaba. Viéndose ya perdido, se fijo en su contendiente, el cual,  para su sorpresa, se afanaba con expresión impotente en desbloquear el cerrojo del fusil.

Entonces, en un acto inexplicable, de esos que solo ocurren una vez entre un millón, los dos se echaron al suelo, cada uno a su lado del muro, espalda con espalda.

—¡Me atacará! ¡El cuchillo!

Los pensamientos volaban uno tras otro, lanzados en un desbocado ir y venir de ideas inconclusas. Sus manos, imprecisas e inseguras, buscaron el machete de filo gastado pero en su lugar encontraron la baraja de cartas.

Su enemigo estaba allí, a escasos centímetros y él barajaba las cartas de arriba abajo, a velocidad vertiginosa.

—¡Eh, tú! ¿Te rindes? —La voz, algo ronca, le hizo pegar un respingo.
—¡No! ¿Y tú? —contestó casi sin pensar.
—¡Tampoco! —La respuesta no le sorprendió.
—Bien —dudó un instante—. ¿Y  ahora qué hacemos?
—De momento, fumarme un cigarro. Después, ya veremos —contestó con seguridad, con la misma actitud de veterano que su mentor antes de perder la piernas.

El tiempo transcurrió en silencio por varios minutos, aderezado tan solo por el flap, flap de las cartas al danzar y la suave respiración del hombre al expeler el humo del tabaco.

—Vaya putada, eh  —le escuchó al fin decir al cabo de un rato—. ¿Sigues ahí o te has meado ya en los pantalones? —insistió al ver que no contestaba.
—Sigo aquí  —mejor era no mostrar miedo, no achantarse.
—Es curioso pensar que si nuestros rifles funcionaran, ahora uno de los dos estaría muerto  —pudo percibir el aroma de los cigarrillos que fumaba, fuerte, como su voz, sin fisuras.