El viejo, disminuyó su rápido caminar, esperó al desconocido. Se presentó, diciendo que vivía pasado el cementerio; el extraño, sonriendo amablemente, comentó:
—¡Qué bien, somos casi vecinos! Soy don Seba —su voz era muy profunda, estrechó su mano derecha, fría como la de un muerto. —Tengo mi casa cerca, lo acompaño por lo menos un trecho.
Aliviado por su compañía, don Tato le contó toda su vida, hasta el número de zapatos que calzaba. El otro escuchaba en silencio, seguramente era un caballero. Llegaron al cementerio, el gordo se persignó con un estremecimiento; tenía pavor pasar por allí, sorprendido vio que don Seba se detuvo y sus ojos brillaron desde el fondo de sus cuencas ennegrecidas.
—Lo lamento don Tato, hasta aquí le sirvo de acompañante —le extendió la frialdad de su mano.
El terror se apoderó del viejo, con ojos desorbitados por el miedo su corazón dio un salto; no supo en qué momento echó a correr. Brevemente miró y con espanto vio que el hombre atravesó la reja que cerraba el campo santo. Su esposa, sentada frente a la puerta, no alcanzó a refunfuñar nada. Don Tato, pálido, dio unos pasos hacia ella y cayó pesadamente, expirando.
La viuda y otros familiares en la salida del campo santo daban las gracias a quienes los acompañaron al funeral.
Ella, extrañada observó al último, un señor delgado, de palidez cadavérica, un desconocido de bien peinada cabellera.
—Señora, conocí a don Tato.
Estiró su huesuda y fría mano, saludándola.
—Soy el Administrador del cementerio.
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