—Mmm, caballero —siempre inmutable—, dicen que a su edad le agradan las flores más jóvenes, jovencitas diría yo…
—Señorita, tomar un pimpollo de rosa y cortarlo antes de época es un crimen. Hay que dejar que sus pétalos abran con lozana naturalidad y éste es el caso suyo.
Por primera vez veo que sus ojos miraron el suelo.
—¿Acaso soy una vieja, estimado señor?
—¡Qué va! Usted está en la plenitud de su belleza; no le digo “con todo respeto”, porque estoy diciendo una verdad absoluta.
Levantó su hermoso rostro un tanto arrebolado.
—¡Excúseme, señorita! No he podido evitar palabras de un viejo bardo… ¡Por favor, no me haga caso!
Recuerdo que prometí ir a su casa a “solucionar cualquier problema de su puerta” y que se retiró, regalándome una bella sonrisa y su caminar de princesa, sabiendo que la observaba por detrás y que me deleitaba con sus tentadoras curvas.
¡Veinte años menos! ¡Sólo veinte años me adelanté en nacer.
El Miedo
Miraba por su hombro y apresuraba su paso; su respiración estaba agitada, no era para menos iba subiendo la empinada calle, camino al “Fundo Las Cruces”, tenía que pasar por allí para llegar a casa. Don Tato tenía más de cincuenta, pero su peso subido molestaba más que la cuesta.
Eran tanto los asaltos en ese sector que no se veía nadie en la lobreguez, pues había que ser idiota para exponerse a ese peligro.
Su corazón galopaba, casi paralizó cuando vio delante de él un individuo delgado, elegante, que caminaba como paseando. Pasó raudo y jadeante por su lado, de reojo lo espió; tenía el rostro casi blanco y alcanzó a percibir sus grandes ojeras. Le hizo una gentil inclinación con su bien peinada cabellera.