—Nada hoy en día —agregó Quique bastante caliente—, se valora por su aporte a la educación, la ciencia, el progreso, la cultura o el arte, sino por la popularidad y la capacidad de facturar que tiene, el potencial de rentabilidad; la guita que deja, en una palabra. Y les aseguro que todo el mundo —profetizó—, se va a acordar, con lágrimas en los ojos, de los cuatro goles que Messi le enchufó al Arsenal por la Champions, y nadie sabe siquiera el nombre de uno de los miles de cirujanos que día a día le da nuevas esperanzas de vida a la gente, con trasplantes que requieren de una tecnología, conocimientos y precisión que asombrarían al más pintado.
—Así es el mundo en que nos toca vivir —dijo pensativo el rengo Ortiz, aprovechando un vacío en la conversación—. Y que tendríamos que decir nosotros, los que tenemos que laburar toda la vida y un ratito más, avanzando como el caracol, bien despacito, para tener después de muchos años y con suerte, una casita, un autito y poder cambiar, a veces, algún mueble que se rompe de puro viejo nomás. De solo pensar que esa gente gana en una semana, lo que a nosotros nos lleva toda la biografía...
—Bueno muchachos —dije para aligerar los ánimos—, las cosas no van a cambiar por más que nos amarguemos. Pensemos que hubo celebridades en actividades deportivas que nunca tuvieron un mango, que nos deleitaban con sus tremendas habilidades, pero que, como nosotros, tenían que ir a laburar todos los días de cualquier cosa para poder comer.
—¿Sí...? —Interpuso Quique con sorna—, ¿quién?
—Sí, eso... —hicieron eco Lito y Ortiz—. Decinos como quién por ejemplo, dale...
Yo ya había anticipado esa demanda, que, dado el estado general de desaliento, estaba destinada, socarronamente, a destruir cualquier otra postura que contradijera aquella realidad tangible y dolorosa de lo que habíamos estado hablando.
—Por ejemplo... —dije enderezándome sobre el respaldo de la silla, demorando adrede las palabras para crear un poco más de expectativa—, por sólo nombrar a uno que ahora me viene a la memoria, el caso de Atanasio Cardozo.
Hubo un silencio, acompañando a la duda, que duró más de lo que indicaba la cortesía; mientras los muchachos se miraban entre sí, para adivinar si los estaba jodiendo o les hablaba en serio. Como yo seguía mirándolos muy serio, el turco Salomón hizo punta y aventuró, incrédulo y con cierto temor a hacer el ridículo:
—¿Vos te referís a Cardozo, el de la perinola?
—Sí señor, al mismo. Y yo me permitiría agregar sin exageración, el mago de la perinola. ¿Ustedes se acuerdan lo que ese tipo era capaz de hacer? ¡Era increíble! La revoleaba para arriba hasta que se perdía de vista, y te avisaba de antemano donde iba a caer, y si lo haría de punta o sobre el cabo, sin parar de girar.