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Sur-Realidades
por Fobio
Los ídolos ocultos
 
 

La pasaba de la cabeza a los hombros y de allí la hacía saltar de una mano a la otra, mientras el guacho seguía hablando como si tal cosa. Hasta lograba detenerla donde él quería, ¿se acuerdan? El chabón te decía sale Tomatodo y pum..., salía Tomatodo. Decía Todos Ponen, Pon 1, Pon 2, Toma 1, Toma 2 y no fallaba nunca. Hasta era capaz de hacerla girar sobre la cabeza de un lápiz. Yo lo vi, se los juro. O la tiraba al suelo y ella empezaba a irse, girando como loca, para luego dar la vuelta y regresar al mismo lugar cuando él se lo indicaba. Un artista Atanasio, un verdadero artista. Tenía que ser lejos el mejor del mundo en su especialidad. Él contaba que la había mandado hacer a pedido, a un artesano alemán, quien la talló de un pedazo de hueso de la pata de una vaca —suspiré satisfecho al ver la cara de los otros, rememorando, asintiendo en silencio—. ¿Se acuerdan ahora? —Rematé.

Alentados por el nuevo cariz que tomaba la charla con mi ejemplo, empezaron a recordar a ciertos personajes con aptitudes realmente extraordinarias.

—Che... —dijo Lito iluminándosele el rostro—, ¿ustedes lo conocieron al manco Ribaud, el franchute del balero?
—¡Sííí...! —Dijeron a coro un par de los presentes—, ¡era un superdotado!
—El hombre era manco de veras —prosiguió Lito con entusiasmo—. Había perdido el brazo izquierdo en la guerra, o algo así. Tenía tres o cuatro baleros de madera oscura y lustrosa que eran una preciosura. Los mandaba a  filetear por un tano medio artista que pintaba los coches de la línea 64, la que va a La Boca. Me acuerdo que, de puro fanfarrón, les alargaba el piolín como unos treinta centímetros, para que fuera mucho más difícil ensartarlos. Los tiraba de frente, de espaldas, con la mano dada vuelta, por abajo de la pierna levantada, no sé..., hacía lo que quería. Era un fenómeno de otro planeta el viejo. Recuerdo que era tal su fama, que hasta venían de algunas ciudades del interior para verlo los domingos en la plaza. Eso sí, el tipo actuaba cuando se le cantaba. Si andaba con ganas, se la pasaba horas embocando baleros, pero si se chivaba por algo que lo molestaba o lo desconcentraba, juntaba todo en un bolsito azul y se las picaba dejando a todos los espectadores clavados. ¡Qué personaje...!

—No se olviden de María Elena —intercaló Quique con los ojos entrecerrados perdidos en el tiempo y una sonrisa reminiscente—, la campeona indiscutida de los hula-hula. Y lo buena que estaba, además... Tenía tanta cancha con la cintura que llegó a maniobrar con treinta aros a la vez. Si mal no recuerdo, un verano, después de terminar la escuela, viajó con la madre a Colombia..., o Venezuela..., no sé cuál, a participar del campeonato sudamericano. Y lo ganó por afano. También, le había agregado a su rutina, mientras hacía girar los hula-hula en la cintura, varios aros un poco más chicos en los dos brazos, una de las piernas y hasta en el cuello. Parecía que se desarmaba en cualquier momento la mina. Pero era una genia. Después que volvió al país, Mancera la llevó a su programa de los sábados.

 
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