El abono orgánico que habían formado durante un tiempo, fue echado al fondo del hoyo en medio de la huerta donde plantaron la higuera. Cuando estaban juntos, después del día laboral de él, se entretenían mirando como la huerta brotaba con fuerza; sin embargo tenían preferencia por la pequeña higuera que ya tenía hermosas hojas. Durante el verano, Elisa mostraba varios meses de embarazo y su principal actividad la vaciaban en el huerto; agua fresca en los atardeceres y el humus que obtenían de las cáscaras de frutas lo aplicaban a los pies de las hortalizas que ya consumían y en pequeños canales que rodeaban a los arbolitos. Todo esto en medio del perfume de bellas flores; tenían su propio jardín del Edén.
Pasaron años de alegría con los hijos que nacieron. Árboles y sus propias simientes crecieron.
Hoy, una anciana con un bisnieto arrullándolo en sus brazos, sentada debajo de una gran higuera. Una de sus manos acaricia suavemente la corteza del tronco.
—Amor… Me dejaste sola muy joven…, creo que tu alma me acompaña desde esta vieja y vigorosa higuera.
Y la sombra del amor vive con ella, debajo del árbol más grande del bello huerto.
***************************
¡Veinte Años Menos!
Aburrido y medio dormido cerré mi taller; el estruendo de la cortina metálica logró despertarme, el clic del candado ayudó a espantar mi aburrimiento de mediodía. Acomodé mi jockey que tapa y protege mi calva del sol inclemente y me alcé, estirando mis sesentones músculos di un par de pasos dispuesto para irme a almorzar.
Todavía me pregunto qué diablos fue lo que me detuvo cuando estaba a punto de caminar por la vereda. Corría una fresca brisa por la avenida y mi vista escrutó directamente hacia dos mujeres que venían en mi dirección. Una, ya anciana, –solo supe que era así y nada más— y la otra, alrededor de los 35 años, tropezó con mis ojos; siguió la conversación que traía, dirigiéndose a la dama bajita. Aproveché la oportunidad de mirarla y admirarla: ni rastro de maquillaje, la blancura de su piel la observé también en sus descubiertos brazos y sus piernas... ¡Qué piernas!, sólo zapatos oscuros de medio taco y su vestido delgado y primaveral que llegaba un poco más arriba de sus rodillas. No se inmutó por el descarado examen que hacía de ella, es más se detuvo y miró el pequeño bazar vecino a mi local. Su voz suave, de contralto, con naturalidad se dirigió hacia mí.