anterior
siguiente
Escritores
Jaime Olate
 
 

—¿Está cerrado ese negocio?

¡Diantres, no podía perderme la oportunidad de mostrar el escaso plumaje que todavía conservo! De modo que respondí con mi profundo bajo.

—No, está abierto señorita, es cuestión que llame a la reja y la atenderán.

Noté que al pasar por mi lado me miró de reojo. Sé que estaba haciendo el ridículo, en especial porque no me había dado cuenta que una vecina iba al mismo lugar, risueña me saludó;  había visto claramente mi cara de sátiro, porque esa beldad  no podía pasar sin ser mirada por... Sus curvas, su trasero perfecto y su vientre plano, se sumaban a todo su atractivo.

Me di cuenta de mi estupidez, pero aún así permanecí admirándola; con pocas ganas emprendí mi camino, dando un suspiro que largué poco a poco, porque mi vecina me observaba divertida. No era para menos, un viejo flechado es patético; creo que si no estuviera la burlona señora me habría quedado admirando largo, largo rato a tan bella flor en el esplendor de su belleza.

La historia no terminó ahí. Días después, ocupado con mis herramientas sentí  que ante el mesón había llegado alguien. Fue una de esas sorpresas agradables que nos da la vida, pues allí estaba la hermosa y atractiva mujer.

—Señor, tengo un problema con la puerta de mi casa y…

¿Qué cara tenía yo? Seguramente una no muy normal, pues se quedó callada, serena; estaba acostumbrada a producir ese efecto en los varones.

—Rosa, solucionaré cualquier problema que tenga  —mi voz se volvió más ronca aún y con una débil sonrisa continué mirándola.
—Perdón, mi nombre no es Rosa —su perfecta dentadura quedó al descubierto al sonreírme.

 ¿Qué pasa por un hombre que se siente inteligente y mundanal en una situación así? La miré en su escote descaradamente, pues sí que era digno de ver; mi voz, apasionada, irremediablemente perdido, sonaba en mis oídos como si fuese otro quien hablara.

—¿Qué otro nombre puede tener una flor con el tiempo perfecto?

 
  menu 86