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Pensamientos y esperanzas
por Diana Ríos
Ustedes los machos y nosotras las hembras
 
 

Había también unas amigas de mi marido, de hacía muchos años atrás,  con las que se decía cosas  con demasiada confianza. Eso lo descubrí también en una de las visitas al mercado. “¡Hola Salvador!”... Entraban y se despachaban contándole hasta sus cosas más triviales, que sus hijos de once años ya no estaban con ellas; llorando y bebiendo, seguían narrándole que eran unos ingratos porque le dijeron que ya no la necesitaban... y bla bla. Salvador,  el gran señor de la colonia, las apoyaba emocionalmente, mientras que yo solo escuchaba y figuraba pintada. Ellas muy agradecidas por el tiempo que les brindaba, al tiempo que platicaban y bebían (porque compraban cerveza mientras narraban su queja), hasta que se quedaban en un estado de ebriedad que no se sostenían en pie  y en ocasiones hasta dormidas.

En ese  lugar había un callejón, muy interesante, escondido tras muchas calles. Se le conocía como el callejón perdido, donde todos los niños pequeños  hasta de unos catorce años, se encontraban,  pero tristemente no para cobijarse y hacer cosas buenas, sino, según el mismo Salvador me contó que se drogaban. Era de público conocimiento, que al que lo veían saliendo de ahí,  era porque se drogaba.  ¿Con qué? Con droga,  inhalando gasolina o pegamento, algo muy sencillo de conseguir.

Yo solo escuchaba, nunca opinaba porque se me hacía tan cruda esa realidad: esos niños pequeños en medio de toda esa gente insensible. Era un mundo incomprensible para mí. En mi casa me habían enseñado que los adultos tenían su privacidad y los niños se dedicaban a realizar su tarea, cumplir con algunas labores de casa y jugar y reír en la tarde.  Allí no había niños de esas características. Solo había niños pasando y mirando cosas desagradables, viviendo en medio  de ese ambiente que ya les platiqué, presenciando a los adultos besarse y acariciarse sin ningún pudor, entre otras cosas.  Todo eso me deprimía y me hacía llorar, que me preocupaba de ocultar muy bien, porque recuerden que a Salvador le disgustaba verme llorar.

Todas esas cosas eran muy naturales en ese sitio. Me sentía tan extraña, fuera de lugar, que no sabía qué hacer. Solo meterme a unos cuartos contiguos al mercado donde se encontraban los padres de él.  Allí había una cocina donde mi suegra hacia unos guisos muy ricos, pero el lugar era tan pequeño..., ese cuarto era cocina, recámara, comedor, todo en un solo ambiente.

Al entrar junto a ellos me recibe... “¡Rosita ya llegaste!”,  yo en todo momento trataba de ser amable y no hacerla sentir mal por estar ahí. Me invitaba a sentarme a comer y no acababa de darle las gracias por la invitación que empezaba de repente como una grabadora, a decirle a su esposo (el papá de Salvador, era un señor de unos cuarenta y cinco años, de cabello rubio, ojos azules, corpulento y bien vestido.

 
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