Detrás suyo, sobre el suelo y contra una pared descascarada, se hallaban apilados los rudimentarios periódicos con una piedra encima, para evitar que la brisa del incipiente otoño los desparramara por doquier. En la parte superior del primero de ellos, se podían leer los grandes y negros tipos del encabezamiento que rezaba: “Pirata Spencer Llevado a Juicio por Violación en Dos Semanas”.
Esto en sí no era tan inusual en aquella época. Pero lo que hacía este caso sensacional era que el Capitán John Barlow Spencer, iba a ser enjuiciado no por violación de una esclava o alguna cautiva de sus incursiones de saqueo, sino de un miembro de su propia tripulación. Su contramaestre William Put.
La noticia era la comidilla del día y no había un rincón de la populosa ciudad, en ambas márgenes del río Támesis, donde no se comentara con gran vehemencia y estupefacción el escandaloso incidente.
Para colmo el Capitán Spencer, quien se hallaba momentáneamente detenido en uno de los calabozos de la famosa torre de Londres, se había negado repetidamente a hablar del asunto con cualquiera que no fuese Sir Robert Price, su abogado defensor. Nadie había podido escuchar su versión sobre los hechos y las especulaciones entre la ansiosa población corrían rampantes.
Inexorablemente, la diaria rutina de todos siguió su curso. Los rumores apenas si se acallaron un poco con el transcurrir de los días. Pero la fecha fijada para la audiencia, 23 de Septiembre, finalmente llegó y el modesto edificio de la corte londinense se hallaba totalmente abarrotado de curiosos espectadores.
Los menos afortunados que llegaron un poco más tarde, deberían seguir el curso del enjuiciamiento desde los pasillos y la calle, adonde algunas personas dispuestas para ese fin, informarían desde dentro del recinto las novedades más importantes a medida que se fuesen produciendo.
En medio de un respetuoso silencio y con los presentes de pie, el panel de tres jueces, imponentes con sus blancas pelucas y sus negras togas hizo su entrada a la sala.