Cada vez estoy más convencido de que jamás debí haber aceptado esa imposición. Y menos así, de esa forma compulsiva y vergonzosa. No es justo para mí, para mi prestigio, ni para la imagen que sobre mi persona tienen mis seguidores, y sobre todo, mis discípulos. No creo tener el valor hoy día, de poder mirar francamente a los ojos de Giovanni, Ambrogio, Andrea o mi querido y fiel Salai.
Para poder atraer las caprichosas musas de la inspiración creativa, mi mente debe estar serena. No puedo permitirme el lujo de dedicar tiempo a cosas nimias. Ya estoy viejo. Muy viejo. Y tiempo es lo que no tengo en abundancia. De buena gana hubiese elegido una muerte rápida y digna antes de comprometer toda una vida de trabajo arduo.
Gracias al temple con que Dios me dotó, pude sobreponerme a la ignominia de ser hijo ilegítimo y recibir una educación aceptable para intentar saciar esta perenne sed de inventiva, de la que mi mente parece estar gravemente afectada. Pude navegar indemne entre cambios radicales de poder, entre perniciosos egos de estatura descomunal, pestes, guerras, un injusto juicio difamatorio contra mi hombría y, ¿todo para qué...? Para terminar cediendo débilmente a un amor prohibido en mis años de mayor sabiduría, entremezclada con una tremenda estupidez. Es curioso ver como el paso del tiempo ablanda el sólido espíritu de un hombre.
Nunca hubiese querido regresar a Florencia después de veinte años de ausencia, pero así me obligaron circunstancias que me eran imposible dominar. Sólo mi buen nombre y la fama que le precedía me evitaron comenzar todo de nuevo. Pero la adulación y el lisonjeo gratuito de los poderosos son malos referentes. ¿Acaso no lo sabía? Yo, que puedo razonar con relativa facilidad, entre otras, las disciplinas de dibujo, pintura, escultura, matemáticas, geometría, ingeniería, arquitectura, anatomía. ¿No pude ver venir el agridulce riesgo de ese flirteo desenfadado?
Entonces y sólo entonces, dejé de ser el sabio artista que muchos dicen que soy, para adquirir la más humana condición de un hombre viejo necesitado de cariño. Un hombre a quien el arte y la ciencia le consumieron sus mejores años y esfuerzos en pos de una perdurabilidad inmortal, pero a costa de un simple y terrible precio: La desidia del amor.
Nada pudo prepararme para ese ataque artero al corazón. Ninguno de mis conocimientos u oficios me sirvieron para armarle un blindaje efectivo a mi libido tan postergada, que yo imaginaba muerta, cuando sólo estaba adormecida y expectante después de tanto tiempo.