Algo que contar
por Fobio
El afortunado desliz de Leonardo
 
 

Mis mejores trabajos, o por lo menos aquellos mejor remunerados, fueron por encargo del clero y beatos particulares con suficiente poder económico como para comprar tierras y cielos. Hoy me inclino a pensar que mi total dedicación al arte y las fuertes influencias religiosas que recibí, fueron en gran medida las responsables de anestesiar mi instinto.

En los círculos que frecuento, muchas veces a pesar de mi voluntad, las reuniones sociales son inevitables. Los buenos contactos culturales son fuente permanente de trabajo e  ingresos, aún cuando en algunas ocasiones se deba sacrificar un poco la creatividad en favor de las extravagancias del cliente.

Así fue como una fatídica tarde de primavera que jamás habré de olvidar, conocí al rico mercader Francesco Bartolomeo del Giocondo y su esposa Lisa Gherardini en una tertulia palaciega.

Al poco rato de haber sido presentados por amigos comunes, nuestra conversación se centró, copas mediante, sobre diversas generalidades del arte pictórico. La señora Lisa, joven todavía, aunque sin poseer una belleza descollante, comenzó a mostrarse un tanto aburrida de nuestra cháchara. Se alejó unos pasos, con cortés disimulo, hasta situarse a espaldas de su marido. Y entonces, se dio a la mortificante tarea de dirigirme sugestivas miradas de inconfundible insinuación.

Bastante turbado, me era muy difícil seguir el hilo de nuestra charla con don Francesco en forma coherente. Por suerte, el mercader era bastante apasionado en sus opiniones y en el entusiasmo de la discusión no pareció notar mi desconcierto.

Al cabo, se fueron agregando otras personas a nuestro grupo, permitiéndome así, de cuando en cuando, lanzar fugaces miradas por sobre los hombros del comerciante hacia su audaz esposa.

Como dije anteriormente, sus facciones no eran precisamente hermosas, pero sí tenía una sonrisa de particular encanto para destacar. Y una mirada atrevida e irónica. Don Francesco, habiendo ya manifestado su gran admiración por mi trabajo, fue derivando hábilmente la charla hacia su ferviente deseo de contratar mis servicios para pintar un retrato de su mujer. Me negué cortés pero terminantemente, aduciendo, lo cual era real, compromisos ya asumidos y mi lucha contra el tiempo, siempre escaso. Aunque yo bien sabía que en realidad no me interesaba la tarea. Estaba habituado a otra clase de trabajos con mayor implicancia artística, como escenas bíblicas o paisajes. Ciertamente no me atraía la idea de pasarme semanas pintando la imagen vulgar de una mujer, cuya única notoriedad era una fortuna amasada por los aciertos mercantiles de su esposo.

 
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