Algo que contar
por Fobio
El afortunado desliz de Leonardo
 
 

Pero el mercader no era hombre de aceptar dócilmente la derrota. Después de esa velada, vino a visitarme varias tardes a mi atelier, donde él intentaba convencerme de aceptar su encargo con zalamerías y tentadoras ofertas monetarias y yo persistía en mi negativa, mostrando como justificación y prueba inapelable, la cantidad de obras inconclusas que allí yacían por doquier. Entonces fue la joven Lisa quien empezó a frecuentar mi taller, interesada según decía, en mi original novel técnica pictórica del sfumato, que la fascinaba. Luego de mi reticencia inicial, reconozco que me sentí gratamente sorprendido por sus conocimientos sobre arte, dada su mocedad. Tenía esa manera delicada y musical al hablar, tan contraria a la de su marido, acompañada por la instigadora mirada de sus ojos oscuros y la enigmática dulce intriga de su sonrisa, siempre presente en el rostro.

Con paciencia y dulzura me fue ganando poco a poco. Jamás hizo mención al pedido de un retrato. Sólo se limitaba a darme conversación cuando yo lo deseaba, opinar con acierto sobre algún que otro detalle que su óptica juvenil podía señalar sin ofenderme, o simplemente observarme trabajar en respetuoso silencio. Mi duro corazón disciplinado se convirtió en dúctil arcilla en sus suaves manos. Hasta que irremediablemente enloquecí de un furioso sentimiento de amor hasta entonces por mí desconocido y le imploré que sus visitas fueran diarias, pues no lograba trabajar sin ella.

No creo que a ninguno de nuestros allegados, tiempo después, les haya sorprendido verdaderamente la noticia de su preñez. Quizás un poco a don Francesco, quien se enteró de la mala nueva al regresar de un largo viaje de negocios. Por fortuna, el asunto fue manejado con reservada discreción, sin desmanes ni escándalos, aunque con la obvia amarga decepción que mi injustificable conducta provocara. No hubo juicio, ni destierro, ni muerte resarcitoria, que hubiese gratamente preferido, para lavar el honor tan seriamente manchado de la afectada y su esposo. Sólo recuerdo vagamente que se acordó seguir adelante con el embarazo, cuyo producto gozaría del generoso reconocimiento de la paternidad de don Francesco, y que yo debía documentar mi terrible falta, para conocimiento de la humanidad, retratando a Lisa en su presente estado, sobre un panel de álamo.

Mis súplicas de oposición fueron vanas. Mis razones desoídas o ignoradas. Comprendía que había sido atrapado por mi propia debilidad y debía complacer. Pobre de mí, con toda una vida sobre mis espaldas en la búsqueda constante de la perfección, plasmando clásicas escenas que ahora adornan los más distinguidos vestíbulos del mundo civilizado, con exquisitez y maestría. Así condenado a pintar un retrato común, de una mujer sin gloria, con las manos apoyadas sobre su abdomen abultado por obra y gracia de mi insensatez. Sólo me queda como consuelo suponer que algo tan vulgar no sobrevivirá al tiempo. Que en unos pocos años, luego que esa insignificante obra sea perdida y olvidada, mi nombre se verá libre de todo escarnio y que nadie, absolutamente nadie, habrá de recordar a La Gioconda.

 
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