Todo era perfecto. Tomamos el taxi y al llegar al aeropuerto nos esperaba una persona que nos metió prisa, ya que todos estaban en el avión y solo faltábamos nosotros. Me sentí alegre, ¡Uff, menos mal! –Me dije- ¡Llegamos a alcanzar el vuelo! No nos perderíamos de disfrutar esos días. ¡Era grandioso!
La persona que nos esperaba me ayudó tomando las maletas para llevarlas al avión. Desde la entrada se los veía a todos muy sentaditos con su cinto de seguridad puesto. Parecía como un gran salón lleno de estudiantes obedientes. El avión era enorme, podías caminar por todos lados y tenías espacio hasta para bailar. ¡Qué emocionante!
La muchacha me devolvió las maletas, para que acomodara mi equipaje. En el momento que intento cruzar la puerta, se me atoraron en ella.
Así que pensé en que sola no podría, que necesitaba ayuda. Llamé a mi esposo.
—¿Me puedes ayudar con las maletas, por favor?
—¿Yo? —Me respondió con soltura— ¡Nooooooooo!
—¿Qué? —Respondí azorada.
Voltee a mirarle, porque no podía creer su actitud. Todos sabían que éramos los “recién casados”. Sentí un frío helado recorriéndome todo el cuerpo. Pero pronto deseché la mala impresión, pensé que todo había sido tan sólo una broma de mi nuevo galán. Así que le dije de nuevo...
—Vamos, ¿me ayudas?
—¡Ya te dije que no! —Confirmó tajante.
En cuanto terminaron de retumbar sus palabras en mi incrédula mente, un hombre muy amable se levanto del asiento y me dijo:
—Señora, ¿quiere que le ayude?
Antes de contestar, me volví hacia él, a mirar a mi “macho” y tan solo con la expresión implícita en sus grandes y enfurecidos ojos, me dejó claro que: “yo era culpable de lo que había pasado”. Puedo confesar que no supe que hacer. Así que le agradecí tímidamente al buen hombre, aclarando que tan sólo una maleta, la otra me la quedaría yo. Continué por el pasillo en busca de mi asiento y la azafata me salió al paso aludiendo que, como llegamos tarde nos tocaría en asientos diferentes. Con tan mala suerte, que me toco junto a un señor y no con una señora.