Algo que contar
por Diana Ríos
Ustedes los machos y nosotras las hembras
 
 

Durante todo el viaje, cada vez que  volteaba a ver hacia mi marido, le encontraba mirándome  con una expresión de: “te vas a enterar cuando lleguemos”.  Como si fuera  una criatura  y  él fuera mi papá. Lo peor era que no sabía de qué era culpable.  No podía creerlo. ¡Esto era insólito! Mi rostro sonriente, se había diluido tras una serie de preguntas: ¿Qué hago aquí yo? ¿Por qué me habla de esa manera…, por qué me mira así?

Sin embargo no quedaron las cosas allí. Cuando me escuchó platicar con el pasajero contiguo a mi asiento, que me preguntaba de dónde era y quién era mi esposo y ese tipo de charlas triviales, para matar el tiempo. ¡Cómo se puso!  Pues, por supuesto, sus pensamientos se encaminaban como es costumbre en todo “macho”,  hacia otro tipo de asuntos más oscuros.  Lo que sí fue muy bochornoso era la mirada que me dirigían los pasajeros que dejaban entrever el interrogante... ¿Qué pasa? ¿Qué le has hecho para que te trate así?  Otros seguramente estaban pensando por qué me dejaba atropellar de ese modo.

Durante el viaje, medité acerca de qué decirle para “calmar los ánimos”  y de paso, hacerle una especie de travesura, cosa de romper esa gran tensión entre nosotros. Llegamos. Conforme se levantaban iban a por su equipaje de mano... y de vuelta, surgió el tema de las maletas. Ahora al acercarnos al sitio donde estaban acomodadas, él  “amablemente” me dijo:

 —Yo solo tomo las mías y tú,  las tuyas.

¡Qué horror, no tuvo consideración para conmigo, su reciente esposa?  Pero una vez más, me dejó sola con la mayor parte del equipaje. Pero como me percaté de que estaba en el destino que tanto esperaba conocer, todo volvía a ser felicidad. Hawaii, un sitio maravilloso alegre y al no ser una resentida,  me había olvidado de lo sucedido.  Conforme íbamos bajando del avión, un típico comité de recepción, en su mayoría con rasgos nativos que bailaban al compás de su tradicional música,  les colgaban  un collar de flores a cada visitante.  En ese momento, yo tomé mi maleta y cuando pase por su lado, él me pregunto:

—¿Y mis maletas?

Sólo le respondí: 

—¡Yo mis maletas y tú las tuyas! —Una sonrisita volvió a iluminar mi rostro.  Me reí sonoramente, mientras que él se iba por el resto de maletas. En tanto fui por mi collar de flores, y que casualmente quién me lo colgó era el hombre más corpulento de la recepción. Yo sólo reía,  mientras exclamaba: ¡Qué paquete tan completo me han vendido! 

Continuará...

 
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