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Escritores
Jaime Olate
 
 

     Arribamos al valle, nuestro destino, donde se atisbaban casas  con luces apagadas, separadas unas de otras por cientos de metros. En la oscuridad alcanzábamos a distinguir frutales y por las empinadas laderas enormes bosques de eucaliptus, pinos y vegetación  nativa, gigantescos guardianes del verde valle.
     Con sorpresa vimos que la única vivienda, muy grande por cierto, perteneciente a don Alberto a quien íbamos a visitar, estaba completamente iluminada e incluso habían fogatas a su derredor. Nuestra extrañeza aumentó cuando oímos rumor de conversación, una guitarra desafinada y algunas risas.  ¿Llegamos a una fiesta?, no teníamos claro qué ocurría.
     Un rústico muchacho nos vio y raudo fue en busca del amo; salió don Alberto, un señor adulto y barrigón, quien abrió su enormes brazos para recibirnos evidentemente emocionado. Sus manotas apretujaron nuestras extremidades y en amistoso ademán puso sus brazos sobre nuestros hombros, con suave empujón nos llevó a la entrada.
     —¿Qué pasa, don Alberto? —pregunté, haciendo un gesto con mi cabeza hacia los lugareños.
     —Estamos de mala, amigo José —inclinando su cabeza—, se nos murió la tía Eloísa. Ya estaba muy viejita la pobre y el Taita Dios se la llevó a descansar de sus achaques.
    Inmediatamente lo rodeamos y le dimos el pésame de rigor, acto seguido le hicimos entrega de los obsequios que le llevábamos; nuestro amigo los recibió con un breve "Muchas gracias" y entregó los paquetes a los mocetones más cercanos y nos hizo pasar al interior de la vieja casona de adobes que estaba iluminada con numerosos "chonchones" de parafina y candelabros que rodeaban un ataúd en medio de la sala.
     El ambiente estaba cargado de olor a flores, velas, parafina y un aroma a carne asada que se escurría hasta los presentes desde el fuego que alumbraba el patio. La mortuoria escena  inquietó mi alma; aldeanos pobremente vestidos y señoras elegantes en sus negras vestimentas, sentados en sillas y bancas de madera con respaldos apegados a las paredes, un grupo que rezaba una letanía por el eterno descanso de la anciana. Con la gravedad del caso, nos aproximamos al féretro y repetíamos frases que escuchamos a nuestros mayores “Está igualita que cuando la conocimos en vida". Seguimos con el ritual de ir a abrazar a la enlutada doña Carmelita, esposa de don Alberto, musitándole un  “Ayudándola a sentir".
     Estábamos sentados en un rincón del aposento y una hermosa y desinhibida muchacha, algo mayor que nosotros, me  tomó de un brazo y me dijo al oído: "Mi tío Alberto quiere que coman un bocadillo". Tuve la sensación que me acariciaba y al mirar sus verdes y bellos ojos me pareció que había una chispilla de burla; mientras acudíamos, la miré con disimulo y realmente era una bellísima muchacha, con sus  perturbadoras prominencias bastante abultadas y  abajo de su corta falda, un par de hermosas y bien torneadas piernas. Mi amigos tampoco habían resultado indemnes a su hechicera hermosura, la contemplaban con admiración y aparentemente se dieron cuenta que me coqueteaba; me sentí turbado y algo torpe para caminar, empeoraron las cosas para mí, pues acentuó su cara de burla.

 
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