La pálida luz de la reina de la noche fue testigo del gritito de mi amada cuando llegó al clímax e hizo que en mí estallaran mil luces de colores y nuestros cuerpos fundidos en uno solo, se estremecían en oleadas de placer y poco a poco pasamos a un maravilloso relajo que nunca antes había conocido. Agitada respiración nos embargaba, mientras su sedosa cabellera descansaba en mi hombro. Todo había cambiado para el muchachito tímido, sentía que ella me pertenecía, que el mundo y la vida eran bellos.
Percibí por entre las ramas de los sauces que la diosa Selene nos espiaba desde el cielo oscuro, rodeada de un séquito de estrellas que, cual gemas brillantes, nos guiñaban parpadeantes.
Hasta ese momento no había escuchado el cantarín deslizar de las aguas del riachuelo, más allá el croar de las ranas y el violín de un grillo; fue el comienzo de un concierto nocturno de seres invisibles que acompañaban nuestra felicidad, incluso el disonante chillido de un ave tenebrosa y el lejano mugido de un toro sonaron a música en mis tímpanos. Una suave brisa movió las ramas del bosque y los sauces iniciaron una suave danza para nosotros.
Mis pulmones se llenaron del vivificante aire perfumado de flores silvestres y miré hacia la casona que parecía encendida por las fogatas que la rodeaban. Sí, allá junto a la muerta, oí la risa de los vivos, festejando a la pálida parca, en tanto que dos jóvenes amantes gozaban la vida junto a la naturaleza que se niega a morir.
Los festejantes se veían como sombras fantasmagóricas junto al fuego y alguien comenzó a cantar una vieja canción que terminó por ser coreada por todos: "Ay luna lunera, cascabelera, dile a mi amorcito por Dios que me quiera..."
Sí, así ocurrió... En un verde lecho junto al estero, bajo la sombra de los sauces en una noche de plenilunio que aún evoco, como un bello sueño..., muy lejano ya.
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