— ¡Acompáñame! —rogó quedamente, con su cabeza medio gacha como una niña culpable. Le respondí con un leve " Sí" que me salió estrangulado por el nudo que atenazaba mi garganta.
—Te espero —con mucha habilidad para su juventud, simuló dirigirse a la casa, pero la bordeó y la vi perderse entre los matorrales.
En mi interior comenzó una lucha entre la cortedad de un muchachito que había robado besos a compañeras de juego en la infancia, tan cercana todavía, y el hombre que pugnaba por surgir con el natural instinto de preservación de la especie. Con la considerable ayuda de las copas de vino que había tomado, resuelto y mirando de reojo al resto de los "enfiestados", caminé rectamente hacia los sauces, deseando que si alguien me veía creyera que iba a hacer mis necesidades fisiológicas.
Mientras mis tímidos pasos se encaminaban hacia el estero, entendí confusamente que este era el preludio de algo que cambiaría mi vida de niño a hombre. La luna llena hizo su aparición majestuosa, iluminando el sendero, pero igual tuve algunos tropezones antes de llegar a los árboles y aún no lograba ver a mi amada Elena, pero su voz me llamó desde la sombra.
Cuando estuve junto a ella, sus verdes ojos brillaban en la penumbra. Ya no reía, su mirada me examinaba y su respirar era anhelante; no me atreví a tocarla, comprendió que mi azoramiento era un obstáculo y no vaciló en tomar mis manos entre las suyas, cálidas y suaves.
—Mira, ¡Qué hermosa está! —murmuró, alzando su bello perfil hacia el rutilante astro. Su rostro estaba muy cerca, percibí su perfume y trémulo la abracé fuertemente con torpeza. Busqué sus rojos labios entreabiertos y los estrujé en beso ardiente; ella, muy sabia, introdujo su lengua acariciando la mía y me enseñó las delicias de su boca con aroma a menta silvestre. Cada célula de mi cuerpo estaba excitada, la locura y la pasión se apoderaron de nosotros cuando mi primer amor se ciñó a mí; sentí sus firmes senos enhiestos, su vientre, sus duras nalgas y piernas. ¡Ya nada ni nadie podía detenerme!
La tomé en mis brazos con sorprendente facilidad y la llevé hasta la cómplice sombra de los sauces, para depositarla suavemente sobre la hierba. Nos acariciábamos mutuamente, Elena musitaba apasionadas palabras; sentí que mi pulso aumentaba su ritmo y al besar su nacarado cuello escuché el frenético tambor de su pecho y su agitada respiración.
Un gemido escapó de sus labios e impetuoso busqué entre sus delicadas ropas y sin darme cuenta, mi erguido miembro guiado por ella, la penetró llevándome al Walhalla que no conocía.
Su constante gemir y su movimientos me hicieron recordar a un potro cruzando a una hembra y mi fantasía la asoció con cabalgatas sobre una briosa y blanca potranca, que jadeaba y murmuraba palabras de amor que son sólo para mí y que, como un preciado tesoro, las guardaré para siempre en el arcón de mis recuerdos.