Allí, donde ningún ser viviente se aventuraba a llegar, se hallaba aquella construcción artesanal alargada hecha de troncos de abedul. A primera vista se notaba que el extremo directamente enfrentado al lucero hacía las veces de vivienda.
La nieve acumulada sobre sus paredes no impedía ver, a través de los cristales empañados, las preciosas cortinas recogidas sobre las pequeñas ventanas. El interior se veía sencillamente cómodo y acogedor. Inmaculadamente limpio. Un fuego considerable crepitaba en el hogar y un delicioso olor a galletas horneadas inundaba el ambiente.
Sobre uno de los sillones, una figura imponente yacía recostada disfrutando de una siesta tardía. Su vestimenta rojo carmesí y blanca no hacía más que resaltar su voluminosa humanidad. El rostro de facciones agradables, apacible en su descanso, estaba enmarcado por una tupida cabellera y barba un tanto desgarbadas, de una blancura fantástica. Santa Claus respiraba profunda y rítmicamente.
Desde la cocina, se escuchaba el alegre tararear de su esposa Noelia, sumamente feliz y entretenida con su noble tarea culinaria. La señora Claus amaba esta época del año a pesar del implícito trajín.
Anexo a la vivienda y comunicado a ella por una puertecita de madera lustrada, se hallaba un inmenso taller bien equipado. La actividad en él era constante durante todo el año, pero después de finalizar Octubre, se podía decir que casi febril para poder llegar a tiempo a la fecha de entrega. Nunca, desde hacía casi dos mil años, ésta se había dejado de cumplir y, de ese modo, la tradición debía seguir intacta.
Los trabajadores, todos muy bajitos de estatura, usaban vistosas prendas verdes y rojas. Todos eran especialistas en algún área de la industria de la juguetería. Eran los mejores y más responsables...
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Unos tenues golpecitos en la puerta que daba de la casa al taller sonaron discretamente. La señora Claus estaba tan enfrascada en sus cientos de galletas horneadas y en su alegre canto, que en un principio no los notó.
Los golpes fueron subiendo en intensidad e insistencia, hasta que ella se sobresaltó al escucharlos. Fue hasta la puerta y la abrió con una amplia sonrisa. Al otro lado se hallaba el viejo y fiel amigo Rufus, capataz del taller, que parecía muy alterado, frotándose las manos nerviosamente y sin pausa.